PARA LAS NIÑAS QUE SE NIEGAN A ESTAR CALLADAS.
Todas nosotras una vez fuimos niñas. Ya desde entonces comenzamos a sentirnos diferentes, a ser tratadas de manera desigual que a los niños, y todavía hoy desarrollamos nuestras vidas luchando por nuestra propia autodeterminación como mujeres. Desde la Corrala nuestra más sincera enhorabuena para la novelista, ensayista y poeta recién premiada Siri Hustvedt. Ninguna de nosotras hemos leído nada de ella, pero nos ha fascinado su discurso al recoger su premio Princesa de Asturias de las Letras y hemos querido reseñarlo.
Personalmente rescato del final de su discurso la voz de las niñas. Me parece muy acertada la apuesta de esta escritora al reivindicar el desarrollo de su curiosidad, su deseo de conocer y su derecho a la duda, el desarrollo pleno de sus ideas y pensamientos, su derecho a imaginar el mundo que les de la gana. Un mundo en el que de una vez por todas se las presente ante el mundo por sus méritos, por su propia voz y no por ser el eco de otros, siempre otros, hombres. ¡Que forma más gratuita y aparentemente ingenua de denigrar a una mujer! No nos interesa si esta mujer está o no casada, ni con quien, ni si su esposo es un escritor fabuloso.. Basta de silenciarnos y de someternos bajo el yugo incesante del patriarcado. Llegó la hora de rescatar nuestra propia voz, en voz alta, CON MAYÚSCULAS, solas, libres, independientes...
Un libro, o muchos, o todos... llave de la vida. La cultura para todas las niñas, no solo las princesas. Ya no queremos ser princesas, no necesitamos princesas, necesitamos igualdad, libertad y autodeterminación para todas las mujeres.
Si tienes la gran suerte de compartir tu vida con niñas, no las vistas de princesa, leeles cuentos, regalales libros , visita con ellas una exposición, promueve su curiosidad, invítalas a preguntar, a dudar, a jugar, a mancharse y a expresarse, escúchalas antes de hablar por ellas, no permitas que el peso del patriarcado silencie sus preciosas voces.
Transcribo a continuación el discurso de Siri Hustvedt ante la entrega de su premio Princesa de Asturias de las letras del pasado 18 de octubre y se lo dedico a las niñas que fuimos, a las que ahora lo son y a todas las que serán.
Majestades
Altezas Reales
Queridos premiados
Señoras y señores
De pequeña solía maravillarme ante cosas corrientes. Un tenedor encima de la mesa o una flor en un jarrón de repente adquirían la extraña cualidad de un misterio metafísico. Ver a mi hermana lamer un cucurucho de helado me llevaba a pensar en lo raras que eran las lenguas humanas, con sus bultos y el surco en el centro. ¿Y las sensaciones que iban y venían a lo largo del día: los escalofríos y los sudores, los sabores dulces y los agrios, los retortijones cuando los niños del colegio se reían de mí o el deleite de los besos y los abrazos de mi madre? Y luego estaban las reglas de la vida, que no eran pocas. ¿Por qué los niños podían dar brincos cuando ganaban un concurso de caligrafía y a las niñas no se nos dejaba ni sonreír, y menos aún levantar los brazos en el aire? ¿Y si las reglas eran diferentes?
Cuando mi hija, Sophie, tenía tres años, me preguntó: «Mamá, ¿cuando sea mayor seguiré siendo Sophie?». Le respondí que sí, aunque sabía que acababa de plantear una antigua cuestión filosófica para la que no había una respuesta satisfactoria, la cuestión del Yo y su continuidad en el tiempo. ¿Qué cambia y qué permanece igual? ¿Creemos a Heráclito o a Platón? ¿Cómo conectamos el embrión, el recién nacido y el adolescente con la anciana que está en su lecho de muerte? ¿Cómo concebimos la vida interna y la externa? ¿Cómo marcamos los límites entre ellas? ¿Cómo sabemos lo que estamos tan convencidos de saber?
Todos los niños tienen curiosidad. Piensen en la recién nacida fascinada por el aspecto y el sonido de las llaves brillantes que su padre agita sobre su cabeza. Intenta cogerlas. Si lo consigue, se las lleva a la boca. Pero la niña no es una criatura aislada que va acumulando información sobre sí misma. Vive en una interacción continua con los demás. Su curiosidad tiene dos caras: necesita tocar y que la toquen, probar y que la besen y la prueben, oler y que la huelan, ver y que la vean, la vean de verdad. Y en un determinado momento la niña empieza a preguntarse sobre el cambio, empieza a imaginarse mayor, fuerte y adulta o vieja o incluso muerta. Yo solía mirar el pelo azul de las ancianas con bastón, chal y voz temblorosa de mi ciudad natal, y pensaba: «Así seré cuando sea vieja, antes de morir».
En mi pequeña ciudad había bibliotecas llenas de libros, y en esos libros había historias sobre personas a las que nunca había conocido que vivían en países en los que nunca había estado. Tenían aventuras y eran víctimas de injusticias. Yo leía sobre reyes, reinas y magia, pero también sobre cautiverio, racismo, miedo a los desconocidos y niñas a las que se les castigaba por no querer ser modosas y estar calladas. Y pensaba: «¿Por qué es así? ¿Por qué no podría ser diferente?». Los libros se encarnan. Las palabras se entretejen con nuestro cerebro y nuestras vísceras, nuestros gestos y nuestros sentimientos. Nos cambian. Los libros y las ideas pueden ser peligrosos, pueden enfermarnos o enloquecernos, y pueden proporcionar formas de salvación, una vía de escape del dolor. Pero debemos recelar de las emociones ramplonas, las respuestas fáciles y las fórmulas hechas que vienen en paquetes brillantes con la etiqueta de «verdad».
Aún no soy tan mayor como las señoras de pelo azul, pero me voy acercando, y llevo medio siglo leyendo a buen ritmo. Estoy llena de voces, y éstas no se ponen de acuerdo entre sí. He leído literatura, filosofía, historia y mucha ciencia —neurología, psiquiatría, neurociencia, genética, embriología—, pero también antropología y sociología, y cuanto más sé, más me pregunto: ¿por qué? ¿Cómo sabemos lo que sabemos? Piénsenlo de nuevo: ¿y si fuera diferente?
Vivimos en un mundo en el que cada vez la gente sabe más sobre menos cosas. Esto tiene sus ventajas. El conocimiento especializado ha dado lugar a grandes avances técnicos, medicamentos potentes, teorías complejas sobre el lenguaje y la cultura, y obras de arte impresionantes. También ha llevado a callejones sin salida en varias disciplinas y a fantasías de que una idea es novedosa cuando no lo es. Tras dar una charla ante neurólogos en un hospital de Boston, un científico me preguntó por qué alguien como él, que se había pasado la vida estudiando escáneres cerebrales de pacientes con Alzheimer, debería leer literatura, filosofía e historia. Le respondí que le ayudaría en su trabajo. Vería lo que ahora no veía e identificaría en sus modelos puntos débiles que nunca se le habían ocurrido.
Lo sé porque he sido testigo una y otra vez de los problemas que suscita un enfoque demasiado restringido. Y esto es válido tanto para el estudioso de humanidades
que nunca se ha molestado en pensar en músculos, huesos, tejidos y células como para el científico que sólo piensa en neuronas. Ninguno de los dos se pregunta cómo sabe lo que cree saber. Las preguntas que deberían hacerse no se hacen porque quedan fuera del marco de referencia. Cuando escribo intento formular la siguiente mejor pregunta, basada en muchas disciplinas y no en una sola. Y me hago esas preguntas en las novelas, los ensayos y los trabajos académicos, porque todos son vías para aumentar el conocimiento humano. He aprendido que un género o disciplina no es superior a otro. Debemos recelar de nuestros prejuicios. Ni la ciencia es elevada, intelectual y masculina, ni las artes y las humanidades son inferiores, emocionales y femeninas. Debemos aprender que la autoridad y la sabiduría vienen en muchos formatos, sexos, colores, formas y tamaños. Debemos aprender unos de otros y recapacitar.
¿Es la misma persona la niña que se quedaba mirando un tenedor y la mujer que daba la charla? El tiempo es inefable, pero las ideas y las reglas que las acompañan pueden perdurar, a menudo cientos de años. A mi yo adulto no le cuesta imaginar un mundo en el que las ideas circulan libremente entre disciplinas sin una jerarquía discriminatoria, un mundo donde las niñas pueden alardear tanto como los niños y éstos no les tienen miedo, un mundo en el que se han disuelto las viejas fronteras. Este premio llega de la mano de una niña, una princesa. Me gustaría que fuera para todas las niñas que leen muchos libros sobre un sinfín de temas, que piensan, preguntan, dudan, imaginan y se niegan a estar calladas.
COLECTIVO: La Corrala. Patio feminista.
Para las niñas que se niegan a estar calladas
Marilina López Sáez.
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