Este es el undécimo texto que nos llegó, enviado por Olga Gómez Agulló para el "I Certamen literario feminista La Corrala", llamado 'QUERIDO PAPÁ (Allá donde estés)'.
Puerto de Navafría, 1773 m de altitud.
¿Estás ahí? – Me siento despacio sobre el
asfalto de la carretera, jugando con la soledad de esa hora tan temprana.
No importa, te lo voy a contar igual.
¿Sabes? Llevo más de un año envuelta en este duelo.
Tan seco... porque te lloré siempre. Mi infancia era la alegría de estar
contigo, el reencuentro tras tus viajes. Ya te lo escribí cuando te fuiste:
nunca me acostumbré a tus ausencias.
Lo que sigo sin entender, o no quiero entender,
es cómo no me di cuenta de lo que pasaba, cómo no lo he identificado hasta casi
el final de mi vida.
Me acerco al mojón sobre el que te sentaste en
tu última Perico. Estabas mayor, cansado, y como te diagnosticaron pocos días
después, a punto de ser sorprendido por un segundo aneurisma. Seguimos a mi
hermano pequeño, le animamos y comimos juntos, al lado de Perico Delgado, hasta
nos hicimos una foto con él. Lo pasamos muy bien.
Volviendo en el coche, los dos solos, te sentí
feliz. Gracias por traerme, hija.
¿Y si hubiese sido un chico? ¿Y si no hubiese
tenido hermanos, o si hubiésemos sido todas chicas?
¿Me hubieses llevado entonces contigo?
No me enfadaba cuando os seguía subiendo el
puerto de Navacerrada y me mandabas para casa. Todo lo contrario, me encantaba
saber que mi padre y mis hermanos habían dado otra vez la vuelta a los puertos.
Os escuchaba contarlo y os admiraba. Tampoco sentía envidia. Tan solo me
enorgullecía aguantar tanto y llegar cada vez más arriba, a pesar de no tener
piñones en mi BH roja (al menos no era rosa).
Nada me extrañaba. Todo era normal.
A veces me lo decías, “tenías que haber sido
chico”, cuando me veías encaramarme a los árboles, subir a la cucaña o ponerme
bajo la falda los chutaires, como llamabas divertido a mis mallas del uniforme
de gimnasia. Entonces, cuando me mirabas con admiración, casi lo deseaba.
Pero era una niña. Lo sabía y me sentía cómoda,
aunque no lo estuviera con esos vestidos de lazos y nido de abeja, ni estuviese
bien visto que me gustara jugar al fútbol.
Lo hiciste lo mejor que supiste. Estabas
atrapado en tu propia educación. A veces tocabas con valentía las paredes de tu
prisión, pero te ahogabas en tus propios miedos.
¡Claro que contabas conmigo para muchas cosas! Y
siempre te lo agradecí. Me hacías sentir importante revisando tus liquidaciones
o corrigiéndote las cartas del sindicato. Las cuentas y las letras se me dieron
bien desde canija.
Y cuando me salieron canas y no me dio la gana
de teñirme ni de cortarme el pelo, fuiste de las pocas personas que respetaron
mi decisión y me dijiste convencido “ni se te ocurra tocártelo, estás
guapísima”, contrastando con la tremenda presión social que descubrí con
auténtica sorpresa.
No sé por qué no te conté nunca lo desagradable
que fue, con apenas once años, tener que ir en el metro en hora punta evitando
a los sobones. Las niñas nos reíamos de eso y de los exhibicionistas porque no
se nos explicó que, además de asqueroso, era indignante. Tampoco se enteró
nadie de que el hermano mayor de una amiga me tocaba, ni me atreví a decir que
un adulto amigo de la familia intentó convencerme para llevarme a solas a su
casa. Escapaba de estas situaciones como podía y las vivía como anécdotas.
Crecí en la cultura rancia del “piropo”, del
“qué dirán” y del “ella se lo ha buscado”.
¡Era tanto lo que no entendía!
A pesar de ser la mayor, no tuve la oportunidad
de compartir contigo tu pasión, de disfrutar esa complicidad, de acariciar el
vínculo que tanto busqué.
Por el simple y fortuito pecado de ser chica.
¡Qué pena! Te quise tanto...
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