—Yo te limpio. Dale, no te enojés. Dale, sonreíme.
Él asintió. La miró a los ojos mientras ella tomaba un pañuelo descartable y limpiaba la baba que había caído sobre el pecho de él. Después se acercó y lo besó justo allí donde la baba le había herido el orgullo. Lo besó con suavidad, con la cabeza levemente levantada para mirarle la cara. Esa cara de rasgos regulares donde la boca no se cerraba nunca. Le buscó los ojos pero los había cerrado. Sintió que el cuerpo de él se aflojaba un poco. La parálisis cerebral, los movimientos involuntarios constantes lo habían vuelto delgado, correoso, tenso. También era pálido. Lechoso. De piel suave y fina.
Traslúcida en el cuello donde una vena gruesa y palpitante se asomaba empujando la vida oculta de él hacia el exterior. Hacia ese lugar donde su voz no podía salir. Él no podía controlar su cuerpo; tampoco hablar.
Ella le masajeó la palma de la mano y los dedos en garra de él se relajaron. Se entreabrieron lo suficiente para que ella pudiera cruzarlos entre los suyos.
Un sonido ronco delató el placer que le brindaba la boca de ella.
Él entreabrió los párpados para encontrarse con los ojos oscuros de ella, oscuros y algo rasgados. Los ojos rasgados resaltados por el delineador, los ojos, las pestañas, la sonrisa gatuna.
Ahora las manos entrelazadas de ambos descansaban sobre las sábanas arrugadas.
Mari lo alzó. Tenía el cuerpo joven a sus cuarenta y tres; musculoso. Le pareció estar sosteniendo a un pájaro. Lo sentó en la silla de baño. Él movió su brazo izquierdo, sobre el que tiene mayor control. Acompañó el movimiento con un gesto con la cabeza hacia
la mesa de luz donde habían dejado el tablero para comunicarse de ser necesario. Un cartón plastificado, cuadriculado, que contiene una letra del abecedario en cada casillero. También algunos dibujos que a él le gusta usar, como el de la mano cerrada con el dedo medio en alto, el de unas eses olorosas y el que conserva de cuando era niño, el de la pista de autitos de carrera. Ella le alcanzó el tablero. Él escribió gracias, señalando letra por letra con su mano izquierda. La miró. Ella no pudo evitar estremecerse. Los ojos celestes de él ojos de agua transparente y turbulenta le producían esa sensación cada vez. Desde la primera.
Ella tomó el tablero y escribió, gracias a vos. Lo hizo con su mano izquierda, señalando en el tablero letra por letra. Él rio. Su cuerpo se estremeció con el movimiento de la risa y cayó hacia adelante. Ella aún no lo había sujetado a la silla y ambos cayeron al piso.
Él sobre ella sin dejar de reír. La carcajada de Mari ocupó la habitación iluminada. Lo sujetaba con ambas manos sobre su cuerpo desnudo, sobre su torso y el vientre, con las piernas abiertas, él en medio, entre los muslos tatuados de ella, como saliendo de allí,
como volviendo a nacer.
El cuarto de baño en penumbras, el agua manando de una ducha de mano. La silla el agua el cuello de él hacia delante inclinado hacia los senos de ella el agua tibia la mano de ella en la nuca de él, el cabello claro de él adhiriéndose a la piel el agua cayendo desde su cabeza de él desfigurando el contorno de los tatuajes de los dedos de ella, los dedos tatuados una flor un signo cuyo significado es reconocible solo para ella L O V E una letra en cada dedo los dedos con los bordes de los tatuajes desdibujados por el agua que cae los dedos largos y fuertes presionando suavemente la nuca de él bajando por el cuello y la otra mano siguiendo el movimiento con la ducha el agua bajando por la espalda de él pálida correosa sujeta a la silla por la cintura con un cinto ancho y marrón los brazos de él aleteando como queriendo abrazarla como en un viaje infinito para abrazarla aferrarla a él por un instante los ojos cerrados de él la suavidad y aroma a flores del jabón los ojos cerrados de ella el agua cayendo por sus senos erguidos los ojos cerrados de él vueltos a una imagen en su mente una imagen muda donde los brazos- alas llegan al final de su vuelo donde los brazos-alas llegan hasta la espalda de ella la espalda de ella partida en dos por un tatuaje una cadena de eslabones que se entrelazan con espinas y flores y van como reptando desde la nuca hasta coxis la espalda de ella donde las manos garras de él se aflojan y son otras manos sus manos son otras manos otras manos otras manos no-garras que pueden asir que pueden acariciar que pueden
penetrar que pueden tomar la ducha de mano y mojarla a ella mojarle la cara los senos mojarla toda hacerla reír mojarla y sujetarle la cara suavemente para robarle un beso un beso a los labios que ríen a los ojos cerrados a las mejillas al cuello musculoso a la boca toda risa toda juego.
La casona olía a creolina y humedad. El olor le cambió el humor. Cómo puede ser que viva así, pensó y abrió las ventanas de la cocina.
—Tenés que dejar de ponerle creolina al agua para limpiar papá. Te compré desinfectante aroma limón. Te encanta el limón. Decile a la señora de la limpieza que lo use.
—Me gusta este olor. Lo usaban en el hogar…
—…junto con la regla para pegarte en las manos por no lavártelas bien. Por eso papá, por eso tenés que dejar de usarlo.
—¿Ya fuiste a ver el nuevo trabajo? Mi amigo te espera con los brazos abiertos; es mi amigo, te va a ayudar.
—Ya tengo un trabajo papá. Hago asistencia sexual a les personas con discapacidad. Sexualidad afectiva.
—Nadie puede considerar eso una asistencia. De ninguna manera son pacientes. Sos una prostituta. Encontraste un nicho de mercado. Eso hiciste.
—Nosotres, les que nos dedicamos a esto no vendemos sexo, nosotres defendemos el derecho a la intimidad de les personas con cuerpos disfuncionales. Les acompañamos para conocerse y saber sobre sus deseos y sus cuerpos. Pensalo papá, a elles dejan de
tocarles cuando son niñes, dejan de acariciarles, besarles. Algunes ni siquiera pueden tocarse a sí mismes. No conocen sus propios genitales. Es triste papá, pensalo. Vos podrías, tenés contactos con legisladores, a vos te respetaban y te querían. Vos podrías
hacer algo, nos faltan leyes.
—Ustedes cobran por orgasmo, eso es prostitución, y para vos misma hasta no hace mucho eso era explotación sexual si mal no me acuerdo y ahora resulta que es asistencia ¿cómo dijiste? ¿Sexual afectiva? Falta que lo llamen terapia, qué querés que te diga, asco me dan, están ahí, al límite del abuso. Y ya estoy harto de decirte que no usés ese ridículo invento que llaman lenguaje inclusivo en mi casa.
—Cuantas veces te voy a explicar papá que no se trata de coito. Es un servicio, sí, sexual, sí, para adultos que no pueden acceder a la sexualidad con un otre, ni siquiera con elles mismes. Hoy estuve con una mujer que no conocía su vulva. Papá, no la había visto ni tocado nunca.
—Ya te he dicho que no me hablés de tus asquerosidades. Podés explicarlo un millón de veces que no cambia nada. Poné la mesa que ya está la comida y prendé el televisor que empieza el programa que me gusta.
Mari comenzó a recoger su el cabello siempre trenzado y largo, muy por debajo de la cintura. Le gustaba su pelo ligeramente crespo y oscuro, como su piel ligeramente marrón, alterada por una cicatriz en el seno derecho. Una línea serruchada, hundida, que durante mucho tiempo fue color crema y que el tatuaje no lograba ocultar del todo.
—¿Qué tenés ahí? —le había preguntado una paciente ciega rozando con sus dedos hábiles y sensibles la cicatriz.
—Un río de montaña.
—Puedo sentir un tatuaje que baja desde el seno y te recorre como una serpiente hasta el monte de venus. Pero me refiero a la cicatriz
—Hay un tatuaje tal como lo describís, pero no es una serpiente, es un río. Lo de la cicatriz es una larga historia.
—¿Baja hasta tus profundidades?
—Baja y se vuelve caudaloso.
—Me refería a la cicatriz, no al tatuaje.
—La cicatriz se hunde en otras profundidades, menos estimulantes. El río en cambio baja hacia su desembocadura y se vuelve turbulento… a veces —dijo lo último con picardía. La sonrisa franca dejó al descubierto unos dientes parejos, grandes, blancos.
La boca también es grande, de labios gruesos un tanto morados. La sonrisa es como una luz en plena cara.
—Dulce y caudaloso según recuerdo —la mujer recorrió la cicatriz con sus labios finos y le pidió que le separara un poco las piernas y las sostuviera para que ella pudiera buscar su propio río.
—Vamos progresando —dijo Mari al notar la excitación de la mujer.
—Cuando termines de enseñarme sobre mi cuerpo quiero probar con un hombre ¿Cómo es el cuerpo de los hombres?
—Áspero, peludo, huelen un poco a picante.
—Vas a tener que enseñarle cómo estar con una inválida ciega.
—¿Tiene nombre ese hombre?
—Sí.
—Lo haremos juntas.
—¿Podés estar la primera vez?
—¿Los tres decís?
—En la casa, o detrás de la puerta de la habitación, por si …
—No me vas a necesitar. Yo le voy a explicar y mostrar antes, pero sí, claro, si así lo querés voy a estar.
—No sé cómo se lo voy a proponer.
—Veníte.
—¿Así, venite? ¿Te parece?
—Venite a mi cuerpo a jugar.
—Venite a mi cuerpo a jugar —repitió la paciente y alcanzó el orgasmo. La primera vez que Mari trabajó con una mujer tuvo que vendarse los ojos. Lavinia la había esperado con ansias un tanto tensa. La terapista de Lavinia le había hablado de ella, le había dicho que tenía treinta y seis años, que nunca había tenido contacto íntimo
con nadie, que la avergonzaban sus piernas atrofiadas, larguísimas y delgadas como juncos, sus pies torcidos hacia adentro, cerrados, mutando redondeándose, buscando convertirse en capullos. También la avergonzaba la idea de ser vista desnuda, de mostrar el vientre abultado consecuencia de la postura en la silla, y los brazos,
musculosos para su cuerpo. Era como si su cuerpo fuera dos cuerpos, uno de la cintura para arriba, otro de la cintura para abajo, como una sirena, una mujer mitad y mitad, una mujer mitad mujer, mitad otro ser, un ser lejano, un ser de otra dimensión, un ser alargado, extremadamente delgado y quieto, como mudo, mudo de movimientos y sensaciones.
Mari nunca aceptaba clientes que la contactaran por otros medios que no fueran sus terapeutas, fisiatras, médicos o psicólogos. Era la forma de encontrar el camino abierto, la necesidad y la idea del sexo trabajada, pensada, analizada desde el lugar que ella lo concebía para su trabajo. Una sexualidad de exploración del placer a partir de un
contacto sexual afectivo que se construye con un otro. Un contacto sin falsas expectativas. Un contacto sin confusiones. Para abrir la puerta para ir a jugar hay que saber cuándo cerrarla, repetía Mari en los talleres que dictaba y lo hacía con seria picardía.
Vio por primera vez a Lavinia en su taller. Un espacio para las charlas grupales sobre sexualidad, sobre intimidad, sobre la afectividad en los encuentros íntimos. Un espacio de talleres para la práctica de primeros acercamientos. Una mirada. Un sostenerse las
manos. Un abrazo. Y hablar, prepararse, ser y hacerse conscientes. Mari se había emocionado muchas veces al ver las reacciones, las caras de los asistentes a los talleres.
Las sonrisas y las lágrimas de gratitud de sus familiares. Sin importar cuántas veces escuchara la palabra Gracias, siempre era la primera vez para ella. En el taller, en los encuentros, en sus viajes para dar charlas.
Cuando Lavinia la contrató para un encuentro íntimo no le llamó la atención. Era una mujer determinada, inteligente y culta, con el fuego de la pasión oculto en sus modales y el tono suave de su voz.
La primera vez le ofreció masas y té.
—No hacía falta pero gracias.
—Quiero que hablemos antes… pedirte algunas cosas…nada extraño.
—Soy una trabajadora sexual, nada me resulta extraño ni juzgable desde un punto de vista moral. Rectifico. Nada que acuerden dos adultes dispuestos a tener un contacto sexo-afectivo.
—He hablado de mi cuerpo en tus talleres.
—Lo recuerdo bien.
—No quiero que me veas. No quiero que me vean. Vos sacate la ropa si querés pero yo no.
—¿Puedo? —Mari señaló una bomba de crema.
Lavinia hizo un gesto con la mano indicando que el banquete estaba servido. Mari se llevó la masa a la boca, la mordíó y algo de crema se deslizó por sus labios. Miraba a Lavinia y sonreía, traviesa. Se acercó y la besó. La crema humedeció los de Lavinia.
—Haremos lo siguiente: me vendaré los ojos así no podré verte. Por esta vez. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —Lavinia condujo su silla de ruedas hacia el cuarto.
Le temblaban las manos. Las manos y el cuerpo. Mari fue paciente. Dulce. Gentil.
Apenas la rozaba con los labios. La dejaba sentir. Le hubiera gustado verle la cara, los ojos, la boca en ese momento en que solo podía percibir las reacciones por la respiración profunda o agitada y la piel, la piel erizándose, la piel entibiándose y vibrando.
Al llegar a las piernas Lavinia dijo No. Mari la tranquilizó. Todes somos hermosos y horribles en la intimidad. Cada une a su modo, le susurró sobre la piel. Nuestros cuerpos y nuestros gestos y nuestros ruidos y nuestras palabras siempre son hermosos. No llores
—Es de emoción y de sorpresa. Es que no sabía que mis piernas pudieran.
—¿Sentís?
—Sí.
—Esa es su hermosura, la que tenés que conocer y mostrar.
—¿Usar minifaldas decís? —Lavinia rio.
—¡Por qué no!
—Sacate la venda de los ojos.
—¿Segura?
—Sí, muy segura.
Las bocas abiertas los ojos abiertos. El rímel deshecho sobre las mejillas.
—Son livianas.
—No te entiendo.
—Tus hermosas piernas son livianas como plumas.
—Vos sos fuerte, toda vos, me gustaría, me gustaría, tus músculos, tus piernas, me
gustaría.
—Shhh, silencio silencio
—Quiero ver. Nunca vi. Solo con un espejo. Quiero ver.
Mari buscó la forma la postura. Vio los ojos asombrados de Lavinia.
—No tenés nada de vello…
—¿Querés ver más?
—¿Más?
—Sí más. Puedo mostrártela toda. ¿Querés ver cómo es cuando…?
—Sí.
—Dame tu mano.
—Increíble tan suave tan roja tan.
—¿Resbalosa?
—Sí, resbalosa.
Ambas rieron.
—¿Podrías?
—¿Qué cosa?
—Dejarme ver cómo es cuando, sé que ustedes no…
—¿Nosotres no qué? ¿No acabamos con los clientes? ¿Eso querés ver?
—Me gustaría.
La guió, al principio, hasta que Lavinia comenzó a leerle el cuerpo.
Las dudas de Lavinia dieron paso al paréntesis donde los cuerpos se refugiaron, alejados
uno del otro, atrapados en la penumbra, en la distancia que sobreviene al éxtasis.
El ruido de las persianas golpeando con violencia contra el marco la devolvió a la
cocina de su padre.
—Por qué abriste las ventanas Mari. Sabés que no me gusta.
—Por el olor a encierro con creolina papá. Siempre hay olor a encierro en esta casa.
—No me gustan las ventanas abiertas.
El cabello de Mari, trenzado con finas trenzas, decenas de ellas, comenzaba a tomar la
forma de un rodete en la coronilla.
—¿Cuánto tiempo vas a demorar en levantarte ese pelo? Tu madre a tu edad lo llevaba
sobre los hombros, como una señora. No pusiste el pan en la mesa.
—A mamá le hiciste cortar el pelo cuando se enfermó y no te traje pan papá, te hace
mal el pan.
—Gano bien, si es por dinero…no necesitás hacer eso que hacés, vos sabés.
—Lo hago porque creo en lo que hago. Algún día todes van a entender.
—Yo no. Nunca.
—No discutamos. Tengo hambre.
—Yo no, si no hay pan no tengo hambre.
La clínica comunicaba con la casa hogar. Una decena de habitaciones. Una sala para
terapias manuales. Un comedor común con una TV eternamente encendida. Cuatro
baños. Una piscina pequeña para rehabilitación física.
Para llegar a las habitaciones de los internos había que atravesar un patio sin flores ni
árboles. Solo un viejo limonero real de ramas retorcidas que todavía da frutos. Mari
arrancó un azahar, lo olió, se lo colocó entre los senos sujeto por el corpiño.
—Hola mamá.
—¿Dónde está mi trenza?
—Ya te la alcanzo mamá.
—Ponémela a lo Evita.
—Sí mamá.
—Como el símbolo del infinito, acordate.
—Sí mamá.
—Sobre la nuca, no arriba. Ella la llevaba sobre la nuca.
—Sí mamá, te va a quedar hermosa
—Habría que desarmarla y cepillarla y volverla a trenzar.
—¿Quéres que hagamos eso?
—Sí.
—Vos, si te tiñeras de rubia no necesitarías un postizo para peinarte como Evita, con
ese lindo pelo. Lástima que te rapés sobre la oreja. ¿Te conté por qué me peino como
Evita?
—Muchas veces mamá.
—Ah bueno.
—Pero contame otra vez, me gusta esa historia.
La anciana sonrió. Se le marcaron arrugas en las mejillas y alrededor de los ojos. Eran
arañazos sobre una tierra seca. Uno en particular era profundo. El del ojo izquierdo.
Corría desde la comisura de los párpados hacia la sien. Un hachazo en la madera.
—¿Dónde está mi trenza?
—La tenés en el regazo mamá.
—Ponémela a lo Evita.
—Sí mamá.
—Como el símbolo del infinito, acordate,
—Sí mamá.
—Sobre la nuca, no arriba. Ella la llevaba sobre la nuca.
—Sí mamá, te va a quedar hermosa.
—Habría que desarmarla y cepillarla y volverla a trenzar.
—Contame la historia de tu peinado mientras la desarmo.
—Qué lástima que te rapaste la cabeza sobre la oreja. Cuando tu abuela tenía tu edad yo
tenía doce y Evita estaba por morir. Nadie sabía o nadie quería saber, no sé. Me parece
que nadie quería. Tu abuela andaba con anteojos negros. Unos anteojos que le tapaban
media cara pero no le tapaban el verde amoratado que empezaba a extenderse por la
mejilla. Esa mañana Evita entró a los gritos, algo sobre los oligarcas que cagaban a
Perón. Se paró frente al escritorio de tu abuela en seco. Le salía fuego por los ojos.
Estaba flaca ya. Muy flaca. “¿Se chocó la puerta otra vez mija?”, le dijo apoyándose en
el escritorio con las dos manos. “Se me viene conmigo”, le dijo después y tu abuela se
levantó arreglándose la falda. Fue todo el camino arreglándose la falda, la frotaba con
las dos manos como con dos planchas. Llegó a la biblioteca con la falda como recién
sacada de la tintorería pero en la blusa tenía unos gotones traslúcidos porque pensó que
la iban a echar y además de plancharse la falda no pudo parar de llorar durante todo el
camino. ¿Llueve? Parece que llueve.
—Sí mamá. Llueve.
—¿Dónde está mi trenza?
—La tenés en el regazo mamá.
—Ponémela a lo Evita.
—Sí mamá.
—Como el símbolo del infinito, acordate.
—Sí mamá.
—Sobre la nuca, no arriba. Ella la llevaba sobre la nuca.
—Sí mamá, te a va quedar hermosa.
—Habría que desarmarla y cepillarla y volverla a trenzar.
—Ahora lo estoy haciendo. Va a llevarme un rato ¿Por qué no me contás de tu peinado
a lo Evita?
—Ella tenía muchos peinados, todos muy lindos, pero uno era su preferido. El de la
trenza sobre la nuca, puesta como el símbolo del infinito.
—De ese contame. El que también llevaba la abuela.
—¿Ya desarmaste la trenza?
—La estoy cepillando.
—¿Llueve?
—Sí, llueve.
—A tu papá no le gustaba que llevara la trenza a lo Evita por eso me la cortó.
—¿Qué le dijo Evita a la abuela en la biblioteca?
—Era una biblioteca enorme. Le dijo “Yo nunca leo, no tengo tiempo. Hay mucho que
hacer por la gente. Debe ser lindo sentarse y leer. ¿Usted lee? Seguro que no, seguro
que tampoco tiene tiempo para leer. ¿Vio cómo llueve hoy?”. Porque ese día también
llovía Mari, como hoy, que una sabe que llueve aunque esté encerrada. “Debería ser
más agresiva con las puertas mija, sacarlas de sus goznes y echarlas a la calle. Un par de
mazazos también resolverían el problema de una buena vez pero… Usted siempre lleva
el pelo en un rodete tan serio. Venga, siéntese acá”. Todo eso le dijo Evita a tu abuela.
Y tu abuela se sentó y Evita le soltó el pelo. Tu abuela contaba que las manos de Evita
eran como dos alitas de paloma, de paloma de la virgen, livianas, pequeñas, un poco
huesudas, que podían sentirse los huesitos de los dedos bajo una delgada capa de piel
blanca tan blanca.
—Como vos lo contás, todo sobre Evita parece un cuento de hadas. Me hubiera gustado
conocerla.
—La conocés. Todas las que son como ella la conocen y vos sos como ella, rebelde y
fuerte. Feroz y con corazón de cristal. A ella también le decían puta. Como a vos. Como
a mí por llevar su trenza. No me lo decían pero me miraban como si me lo dijeran. Una
mujer en el sindicato y con la trenza de Evita. Yo me ponía el traje sastre en las
reuniones con la patronal. Así iba, trenza y ropa a lo Evita pero con la falda corta, sobre
las rodillas, y me cruzaba de piernas, por eso me miraban con esos ojos que decían puta,
decían puta porque sabían que no lo era y ellos querían que lo fuera. Y qué si era o no
era, cosa mía hubiera sido. La trenza de Evita es un símbolo ¿sabés?, vos tenés tus
tatuajes, yo tenía mi trenza infinito, por eso me la cortó tu padre cuando empecé a
perderme. Al principio me perdía poco y a veces, ahora es al revés. Yo lo sé, eso es lo
malo que yo lo sé. Perdoná que te cuente esto pero uno de estos días me pierdo y no
vuelvo más porque ahora es al revés, ahora sé que estoy poco y a veces, que casi
siempre estoy perdida. Pero ahora no, ahora no estoy perdida así que escuchame.
Cuando me perdí esa noche después de decirle que no, que no porque no nomás, sin
inventar excusas sin fingir ningún dolor de cabeza ni menstrual, ni nada me dormí. Me
dormí tranquila, te diría que feliz, y soñé con la abuela y con Evita, y con vos, mi Evita
morocha de trenza negra. De esa noche me desperté perdida sin saber cómo. Ahora que
a veces no sé nada y otras sí, lo sé. Sé que esa mañana me cortó la trenza. Pero las
trenzas no pueden cortarse, nunca se cortan, nunca, aunque las corten, aunque las
quemen, aunque las ahorquen y las ahoguen o entierren, aunque las torturen las metan
presas o la violen y descuarticen y …
Las manos de la anciana temblaron y también tembló su voz. Mari le acarició la cabeza
y las manos.
—Eso ya pasó mamá. Pasó hace mucho. Seguime contando mamá de la abuela y Evita.
—A Evita le decían puta. ¿Dónde está mi trenza?
—La estoy cepillando para ponértela.
—Ponemela sobre la nuca con la forma del infinito.
—¿Qué hizo la abuela cuando Eva le soltó el pelo?
—Se estremeció más de lo que una se estremece cuando le dan el primer beso.
—Siempre fuiste una romántica mamá. Todas caímos en esa trampa alguna vez.
Los pocos segundos que duró el silencio entre ambas mujeres se estiraron en la mente
de Mari y también en la de su madre, abriéndose ese espacio tiempo sin tiempo, esa
pantalla de cine en blanco y negro que exhibe recuerdos, ideas, a veces conversaciones
imaginadas y anhelos.
—Evita le cepilló el pelo a tu abuela. Se lo peinó para atrás. Lo dividió en dos y le hizo dos trenzas. Después las cruzó sobre la nuca de tu abuela con la forma del símbolo del infinito. Por eso tu abuela se peinaba así y por eso me peinaba así a mí y porque cuando
llegó a la casa esa tarde tu abuelo no estaba. Tu abuelo no apareció más. Dicen que lo atendieron en el hospital Fernández. Que tenía
la mandíbula rota. Que cuando pudo hablar dijo que se había caído contra una puerta porque andaba con alcohol encima.
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