Quien tal hace, que tal pague
Esta es la historia de la negra Inés, o Inés Negra,
como se la nombra en los autos del proceso. Sin más apellido que el de Negra ni
más identificación que la de pertenecer a la encomienda de Don Francisco de
Luna y Cárdenas, de la estancia de Bartolomé de Barrio Nuevo en San Miguel de
Tucumán. De edad incierta, pues ella misma no sabe su edad, se calcula que anda
por los cincuenta y pico, según lo manifiesta el oficial de justicia que
redacta el acta de su testimonio. Inés no habla el español, aunque es muy
probable que lo entienda a medias, mezclándolo con su lengua africana, de la
que probablemente guarda retazos en su memoria. Sabemos que habla el quechua,
la lengua general, aprendida entre indios y mestizos; lo sabemos porque
necesita de intérprete en sus declaraciones.
No conocemos su cuerpo, pero podemos imaginar sus
manos grandes y fuertes, ásperas a sol y viento, cortando leña para traer a las
cocinas de la estancia; o al pie de la faena para hacerse del sebo con el que
ella misma haría las velas que iluminarían la estancia y la casa del amo en la
ciudad. Vemos sus pies de cuero tieso por los andares, que así, pilas nomás,
han caminado desde lejos y lo hacen aún hoy trajinando entre la estancia y La
Toma, a donde lleva a la rastra los cueros nuevos a los curtidores de suelas. Al
final de la jornada, la Inés duerme en los bohíos de barro y paja que se
levantan en la periferia de la estancia, donde negros, pardos, mestizos, indios
mitayos y demás criados, todos en un alboroto indistinguible, se echan por las
noches, entreverados y sucios, a descansar.
Nunca vimos su rostro, pero sus ojos fríos e indolentes nos interpelan
con violencia mientras una mueca de amargura en sus labios nos deja ver como
una hilachita que asoma, su pesada humanidad.
“Hechicería y encantamiento” son los cargos que se le
achacan y antes siquiera de entender las palabras que el oficial le lee, dos
cadenas frías y pesadas ya le pesaban de las muñecas al tiempo que el empujón
brutal de la cachiporra en su espalda casi la tira al piso. ¿A dónde la llevan?
No lo sabe, pero en un gesto de deferencia se le avisa que queda privada de su
libertad. ¿Qué? Lo último no lo entiende y aunque en ese momento hubiera habido
un lengua presente, no habría podido entender lo que esa frase significaba.
La celda de la prisión es oscura y húmeda y aunque no
hay ventana ni puertas sin barrotes por donde pudiera escapar, sus esbirros
deciden dejarle los grillos y las cadenas puestas. Por las dudas… porque con
las brujas no se sabe. Le pesan más que un muerto y le lastiman tobillos y
muñecas, pero deberá acostumbrarse pues encadenada deberá dormir sobre el suelo
de la celda todas las noches que ahí le esperan. Sentada en un rincón helado,
más helado que los huesitos que guardó bajo tierra, Inés Negra murmura como
rezando: wawachay, wawachay y se abraza a sus rodillas mientras sigue
susurrando: wawachay wawachay. Sabemos que de moza tuvo un hijo, sabemos
se lo mató una mestiza de otro poblado con quien la unía por largo tiempo el espanto.
Es por su culpa que está en prisión; es ella quien la acusó de hechicera
estando en el potro de tormentos.
-
Conteste
por qué la tienen a usted en tal mala fama, le preguntó el alcalde, el capitán Miguel de
Aranziaga.
-
La
fama me la ha puesto primero Doña Juana, mujer de Don Antonio de Luna y después
la mestiza Reyna, que me ha matado mi hijo y que en el potro ha dicho que ando
haciendo hechicería. Contó
decidida, con la ayuda del intérprete Diego de Alderete.
-
¿Y
usted la aborrece?
Y otra vez los ojos vacíos y
fríos de Inés Negra, como dos pozos oscuros de vergüenza, se clavaron fijos en
el ángulo de la pared mientras su wawachay wawachay más que lamento
sonaba a canto de guerra.
El rumor creció y por las
aceras hediondas de la incipiente ciudad colonial se sentía el susurro de la
maledicencia como un zumbido de moscardones revoloteando sobre el estiércol. En
las calles y caserío del centro urbano, en las cocinas y en los salones de las
estancias y en las rancherías de indios, se escuchaba a media voz que la Inés
andaba encantando, que hablaba con el mismo demonio y que incluso había dado
muerte a unos vecinos distinguidos.
Así fue que cuando se le
preguntó a Doña Savina Jáuregui Vaquedano, esposa del justicia Gerónimo Román
Pastene, quien debió dar licencia en el acta para que su mujer declarase, que
si sabía que Inés Negra era pública encantadora, contestó sin siquiera
parpadear y casi con sapiencia divina:
- Así es. Yo sé que la negra Inés es quien ha enhechizado a la mujer del
Maestre de Campo, Simón de Yvarra. Dizque en lavándole la cara le brotaron
espinas.
- ¿Y usted cómo lo sabe?
-Me lo ha contado Francisco de Sosa.
Como a veces pasa, pero más
aún en la pequeña Tucumán de 1703, la murmuración popular adquiere el peso de
prueba irrefutable aun a los ojos del más ilustrado. Por eso, la mañana en que
el capitán Don Francisco de Luna y Cárdenas se levantó afiebrado y con un
fuerte dolor de cabeza no dudó en atribuir los síntomas de la enfermedad a un
espíritu maligno que alguien le había enviado. Al dirigirse al cuarto de su
mujer, la encontró bañada en sudor y con la respiración jadeante. Doña Isabel
de Vera y Aragón había también sido víctima de un encantamiento maléfico, no
había lugar a dudas. Y como los nudos del maligno solo pueden ser desatados por
el mismo maligno, había que encontrar a su intermediario. Mandó traer a la
negra Inés de las barracas para que retire el maleficio que les había puesto.
Caminó agitado por la habitación dibujando con sus pasos incesantes círculos concéntricos;
se detenía cuando una idea lo paralizaba y continuaba cuando se confirmaba a sí
mismo de que estaba cerca de la verdad. La cabeza le pesaba y sentía que un
sudor frío le corría por la espalda. Lo veía claramente, no hacía tiempo había
enterrado a sus padres y hermanas, quienes habían caído enfermos de forma
inexplicable. La fiebre fue obstinada y no los abandonó hasta matarlos,
secándolos lentamente. Ahora era Isabel, su esposa, a quien desde la habitación
de al lado escuchaba delirar. Lo veía claramente, sabía que la brujería era
cosa de negros, lo sabe porque vio cómo los de su encomienda se negaban a
colgarse el rosario y confesarse. Sabía también que esa negra suya tenía
razones para odiarlo, a él y a todos los suyos, y temió como un niño que
terminara acabando con todos. Debió haberla vendido antes, se dijo, debió
habérsela sacado de encima cuando todavía valía algo; ahora ya era tarde, ya
esta negra había escupido baba del diablo entre su familia y aún si algún
vecino quisiera comprársela, ¿cuánto pagarían por una negra con fama pública de
hechicera? Henchido de ira la hizo traer y le ordenó que curara a su mujer y le
sacara el maleficio que le había puesto. El silencio de Inés Negra lo precipitó
en un abismo de furia que jamás había experimentado antes. La mandó azotar con
la esperanza de torcer su voluntad, pero fue en vano; no obtuvo de ella ni
media palabra.
Desesperado y débil, mandó
llamar de urgencia al doctor del pueblo, Don Juan de Vargas Machuca, pues sabía
por haberlo visto ya con su padre y hermanas que su mujer no duraría mucho
tiempo más con esa fiebre. Llegado el galeno, ordenó este inmediatamente que le
permitieran hacer las pruebas del caso para determinar si la fiebre era
verdaderamente cosa del demonio. Pidió una cuarta de jabón y lo cocinó en una
paila con agua, la que al enfriarse dio la respuesta que esperaba: se convirtió
en algo parecido “a la leche cuajada en temple muy subido”, lo que admiró al
médico y lo inclinó a sospechar que estaban ante un hechizo. No obstante, y por
ser hombre de ciencia amante del rigor, necesitó para convencerse una prueba
más. Mandó entonces a Doña Isabel orinar en una bacinica de barro y, en
quebrándole un huevo fresco, este se fue al fondo, lo que lo admiró aún más
gravemente.
-
Este
no es mi arte, Don Francisco, pero he visto bastante de esto por las tolderías.
Aquí ha metido la cola el maligno. Hay que sacar a la negra en continente de
esta su casa.
No se diga más. Al día
siguiente recibía el alcalde ordinario de San Miguel de Tucumán formal
acusación contra Inés Negra. Los cargos: “Hechicería y encantamiento en
perjuicio de Don Francisco de Luna y Cárdenas y Doña Isabel de Vera y Aragón.”
Los días de octubre no son tan
húmedos, al menos, suelen las tardecitas traer una brisa fresca que despabila
el sopor de la siesta. Los higos estarán verdes todavía, los primeros
madurarían en diciembre recién… ¡lo que había comido de higos el verano pasado!
Eran solo de ella porque solo ella había logrado desembichar la planta después
de varios veranos sin dar frutos. ¿Y si la india María se había olvidado de
sacar las últimas alcachofas que quedaban? Se lo había dicho, eran las últimas
de la temporada y no las podía perder; tanto trabajo manteniendo a raya a las
babosas y los caracoles -arte que solo ella sabía- para que dejen podrir la
cosecha. Así pasaba siempre cuando no les estaba encima a estos indios mataraas.
Eran buenos pialando el ganado, eso sí, y faenando, claro, pero la llamaban
cada vez que se les enfermaba un animal. A la potranca del patrón la salvó
ella; decían que el puma la había mordido, pero bien sabía ella que no era el
puma. Dejemelán, había ordenado, y en una semana ya estaba el animal como si
nunca hubiera tenido nada. Don Francisco nunca se enteró de eso. Tan poco sabía
el patrón… como cuando de guagüita le daba de tomar la leche mezclada con agua
de azahar para que duerma tranquilo; o cuando le hacía chupar un acullico de
hojas de limonero para que se le vaya el dolor de panza. Ella sabía. A ella la
buscaban las mujeres de la ranchería para saber si estaban preñadas y ella
sabía. Antes de parir era ella la autoridad que ordenaba si era necesario
mantearlas. Ella podía saber cuando venía la muerte porque sentía un olor a
azufre subir como un vaho nauseabundo desde las entrañas de la tierra; ella lo
sentía. Ese olor fue el que sintió cuando fue a prender la leña para el fuego
esa mañana del 13 de octubre. Con las primeras chispas se desprendió profundo,
entrándole por la nariz y llenándole los pulmones de azufre. De rodillas y sin
fuerzas, supo entonces que venían a buscarla.
-Que me parece a mí que son de
sapo, vuestra merced… salieron con unos palos de yerba y unos botones de
azahar, todo en la misma inmundicia. Aquí le entrego como muestra.
- ¿Y cómo he de saber yo que esa
inmundicia es suya?
Bartolomé y Cristóbal, dos
indios de la encomienda de Don Francisco, son traídos ante el alcalde para que
cuenten cómo fue que las dichas inmundicias del demonio salieron del cuerpo de
su patrón. Habiéndoseles tomado juramento y hecha la señal de la cruz declaran
a través de su intérprete: que su amo había echado esos huesitos de sapo por el
curso; que nadie más que ellos dos estaban presentes cuando su amo los echó en
la bacinica y que es imposible que alguien haya puesto los huesitos ahí antes
que su amo hiciera el curso. Asimismo, dijeron haber oído decir que la negra
Inés enhechizaba a la gente y lo tenía al amo maleficiado, que esto era de
pública voz y fama.
En la soledad de su prisión,
Inés Negra no sabe que del otro lado de los muros hay alguien cuyo trabajo va a
ser defenderla. ¿Acaso importa? ¿Podría ese hombre hacer desaparecer el olor a
azufre que la persigue a todas partes desde el día que le dijeron que había
perdido su libertad?
El alcalde don Miguel de
Aranziaga, como es costumbre y ajustándose a derecho, le asigna a la negra un
defensor de naturales. Para ello nombra a una “persona cristiana e
inteligente”, el capitán Antonio de Alurralde, quien oficiaría de su protector.
Don Antonio, como posiblemente lo llamaban en el foro sus amigos, sería el
encargado de defender a Inés Negra, y lo hace con lo que tiene: un corazón
cristiano y un par de argumentos remanidos, inservibles. Así, con poco esfuerzo
en su arte, como suele suceder en las defensas de oficio, arguye Don Antonio en
primer lugar que ella fue quien crió desde pequeño a don Francisco y sus
hermanos, “adquiriendo quassi título de madre”. Razones morales, por tanto,
impedirían acusar a quien lo había criado. Sin embargo, la familia es una
institución viril más que civil, de y para los varones, patres, quirites. Es el
pater- patrón titular no solo de la vida de su mujer y sus hijos sino de la de
los indios y negros de su feudo. Inés Negra no es ni madre, ni libre; no tiene
ni podría tener nunca, aún ante el corazón más cristiano, la matria potestad
sobre el pequeño Francisco. Por lo que ahí cae al vacío el primer argumento de
la defensa. Los otros, por su parte, no corren mejor suerte. Don Antonio aduce
que la negra tiene, además, buena fama de cristiana y de ser temerosa de dios,
por lo que Vuestra Merced, sin más, debe darla por suelta y libre de todo
cargo. No hay testigos, ni pruebas, ni nada, tres débiles razones que no
convencen ni a la propia Inés.
Don Francisco, como vecino
feudatario de la ciudad, no sólo es dueño de la negra sino de la palabra y la
verdad. Su alegato final reza así:
Que comparezco ante Vuestra
Merced como ha lugar en derecho y digo que debe Vuestra Merced sin dilatar la
administración de justicia poner en cuestión de tormentos a la dicha mi negra,
pues estoy yo y la dicha mi mujer padeciendo hechizo y encanto que nos tiene
hechos, sin esperanza de restaurar la salud y con riesgo de perder la vida. Que
sobran probanzas para que sea puesta en tormentos: los testigos han declarado
sobre su reputación de hechicera; digo que la fama de la negra Inés, mi
esclava, es grande en esta ciudad como en Santiago del Estero y que es temida y
respetada por tal. El doctor don Juan de Vargas Machuca, asimismo, ha dado fe,
según su ciencia, de que lo que padecemos con la dicha mi esposa, no es
enfermedad natural; y, por último, que las inmundicias que estamos echando del
cuerpo son solo producto del arte diabólico. Por todo lo cual, y sin más
indicios, debe Vuestra Merced hacer poner en cuestión de tormentos a la negra
Inés, mi esclava, por la sospecha que induce la acción maliciosa causada por su
poca fe en dios e inducida por el demonio, circunstancias que prueban la verdad
de su delito con más claridad que la del medio día.
Inés Negra fue llevada al
potro, instrumento fetiche de los inquisidores españoles. El alcalde mismo se
presentó en la prisión y le leyó la sentencia con ayuda del intérprete. Fue
advertida que el dicho alcalde quedaba libre de culpa si en el acto perdía la
vida o algún miembro. Inés nada dijo. Era la medianoche, el momento que los
usos y costumbres requerían para la práctica de los tormentos. Afuera
chirriaban las chicharras con estrépito y unos que otros tuquitos encendían las
calles desiertas y oscuras; era primavera y un vientito diáfano agitaba las
hojas de los lapachos.
Una vuelta y otra más y otra
más. Se templaban las cuerdas y comenzó el interrogatorio. No fue fácil, pero
era cuestión de esperar nomás; bien sabía vuestra merced, el alcalde, que el
potro hacía cantar hasta a los más machos. Y así fue. El escribano registró
todo, tanto la infamia del suplicio como el milagro de la palabra.
Confiesa la rea haber matado a
la mujer de Simón de Ybarra desparramándole las espinas por todo el cuerpo y
que también el demonio le habla las veces que le parece y que siempre viene en
traje de español. Confiesa también haber hecho trato con él de darle su alma a
cambio del arte de la hechicería. En este estado pide que la suelten y que,
suelta, confesaría la verdad.
-
El
arte del encantamiento lo he aprendido en Santiago del Estero por voluntad
propia. Lo llamé al demonio y se me apareció vestido de hombre español; él es
quien me enseñó todo.
-
¿Quién
ha matado a Don Francisco de Luna padre?
-
Yo
no. Lo ha muerto una india llamada Teresa. Lo ha hecho maleficiándole la orina.
-
¿Qué
es lo que tiene su ama, Doña Isabel?
-
El
encanto a mis amos no lo he hecho sola, me ha ayudado una india de Mataraas.
-
¿Y
dónde está el encanto?
Y ante esta pregunta Inés Negra comenzó a cavar con
los dedos un agujero en la tierra ante la presencia de todos. Cavó y cavó hasta
sacar con su mano izquierda un sapo grande y blanco cuyo vientre parecía
explotar. Con un dedo señaló la barriga del sapo y dijo al intérprete que ahí
adentro se encontraba el maleficio que sus amos tenían. Dijo que debían
llevárselo a la cabecera de su amo y, dejándolo en un cántaro con agua tapado,
el sapo solo largaría el encanto. Así se dispuso inmediatamente y se colocó un
crucifijo al lado del cántaro.
Al día siguiente en la estancia de Don Francisco y,
ante la mirada perpleja del médico y testigos, se abrió el cántaro para ver lo
que el sapo había expedido: catorce espinas o quichcas, como la llamaban los
indios; unos pelotoncillos de tabaco; una flor y tres cabellos del enfermo, los
que fueron cotejados con los de la cabeza de Don Francisco. De todo se
guardaron muestras y se labraron actas. Los testigos dieron fe y se corrieron
las vistas correspondientes; todo estrictamente ajustado a derecho en fondo y
forma, lo que llenaba de orgullo al señor alcalde. Una vez más, don Miguel de
Aranziaga había hecho cumplir la ley del rey y la de dios en estos páramos
bárbaros e impíos. La satisfacción de haber contribuido al orden y al decoro en
la jurisdicción que le habían asignado, donde el maligno campeaba a capa y
espada contra las buenas costumbres, hizo que la mueca de felicidad en su
rostro no se le desdibujara durante todo el tiempo que le llevó escribir la
sentencia.
Sentencio a muerte a la dicha Inés Negra Rea por
pública hechicera y que la sentencia se ejecute de la siguiente forma: que sea
paseada por las calles públicas de esta ciudad y que en cada esquina de ella se
publique su delito por voz del pregonero, repitiendo en todas: “Quien tal hace, que tal pague” para terror y
escarmiento del pueblo.
Luego del dicho paseo, que sea llevada al sito del
suplicio, en lugar apartado, para no causar escándalo en los ciudadanos. Allí
que sea encendida una hoguera y primero que se le dé garrote. Una vez fenecida,
que sea su cuerpo arrojado al fuego donde será consumido por la voracidad de
las llamas.
Esta sentencia será inviolablemente ejecutada sin dar
lugar a súplicas, ahorrándosele estorbos a la debida administración de
justicia.
Ese primero de diciembre de 1703 la pequeña ciudad de
Tucumán ebullía en un frenesí de gentes que iban y venían por las calles.
Señoras que llevaban a sus hijas del brazo con unas indias que les iban por
atrás para servirlas, mozos con pesados enseres al hombro, troperos, matarifes
y gateras vendiendo velas y tejidos; señores bien vestidos con prisa a sus
asuntos, los unos de sotana, los otros de levita, todos ocupados en ser buenos
ciudadanos. Carretas, perros, niños, bueyes y mulas en una vorágine de bullicio
y actividades que pasó por alto el paso silencioso de la procesión que se
acercaba por detrás del caserío. Allí
venía Inés, mujer, negra, esclava y hechicera, encadenada de pies y manos y
descalza. La escoltaban hombres, blancos, libres y soldados del rey, su
majestad. A cada esquina el pregonero leía el pregón que advertía que el que
las hace las paga. Algunos la observaban con curiosidad, otros intercambiaban
comentarios de desaprobación y los menos bajaban la mirada y se alejaban.
Inés negra siguió indolente su camino del calvario como
quien desde siempre ha conocido su hado y lo ha aceptado. A su paso vio una higuera y pensó en los
higos que ya estarían prontos a cortar. ¡Lo de higos que había comido el verano
anterior! ¿Se habrían podrido las alcachofas nomás? De pronto escuchó el
chillar de unos teros y alzó la mirada del suelo como sacudida de su
ensimismamiento. El sol le pegó en la
cara y escuchó el zumbido de los zancudos, amos del bochorno, preparándose a
atacar. El aire pesado de esa calurosa mañana estival le recordó las siestas en
el río, donde de chica solía ir con las indias a bañarse y lavar la ropa.
Recordó la frescura del agua en su piel y sonrió sin querer.
El hombre a cargo de su ejecución era el sargento
Jacinto de Andrade, cuyas ropas le recordaron a Inés a aquel a quien le había
entregado su alma a cambio del arte del encantamiento. Lo miró a los ojos sin
miedo y respiró, respiró hondo y largo como queriéndose llevar consigo todo el
aire que pudiera. Al golpe del garrote, se desplomó. Dicen que ya en el piso, el
verdugo la escuchó cantar bajito, como en un susurro que se fue perdiendo wawachay… wawachay…
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