Hacía mucho tiempo que no veíamos al abuelo.
Por eso nos alegramos tanto cuando mamá dijo que vendría a la ciudad.
—Su abuelo ya no es el mismo, ahora es… diferente.
—Seguro está más viejo—susurró mi hermana.
Pero algo me decía que no.
Aquella noche dormimos temprano. Desde que papá
se fue no hay olimpiadas de parchís. Mi hermana se queja del aburrimiento y
llora bajito, para que mamá no la escuche. Yo no lloro, conozco a muchos niños que
solo tienen una mamá o un papá. Nosotros tenemos los dos, aunque ya no viven en
la misma casa.
—Voy a divorciarme de su mamá, no de ustedes—nos
dijo papi la tarde que se fue. Era mejor tener un papá feliz a unas cuadras, que
dentro de la casa, gritándole a mamá.
—Debiste esperar a tener una vida hecha y
derecha antes de casarte—le oí decir a mi abuela. Las dos estaban sentadas en el
comedor. Parece que mami quería dedicarse a otra cosa y no pudo, porque fue mamá.
Saberlo me puso triste.
—Llegué—le oímos decir a alguien en la puerta.
¡Era abuelo! Aunque abuelo ya no era abuelo, ahora era… ¿abuela? Tenía un
vestido más rojo que un tomate y aretes grandísimos como ruedas de bicicleta. Debajo
de todo aquel maquillaje estaba la sonrisa bonachona de Pipo. Abuelo–abuela,
abuela–abuelo… ¿qué importaba? ¡Nos trajo un juego de parchís y corrimos a
llenarle la cara de besos!
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