Firmo mis libros como Anaïs: quiero ser una desconocida, alguien que
pueda ir al café de la esquina con el mismo vestido que ha usado esa
semana, las mismas sandalias, la misma cartera… y ver a la muchacha en la
mesa de al lado devorar mi libro; mojarse el dedo y pasar las páginas que
hablan de la masturbación. Ella, sin saberlo, se está follando. ¡Que se dice
singar! ¡Que eres cubana, coño!, me gritaría mi amigo Charles (otro escritor
que publica con seudónimo) pero esa palabra se me hace tan fea… yo
prefiero follar. Mis personajes viven todos en el extranjero, en casonas con
Mercedes Benz aparcados en el garaje, así que ninguno singa. Los
personajes de Charles sí lo hacen: son negros de Centro Habana sin más
aspiración que buscarse en las guaguas la billetera nuestra de cada día.
¡Ellos sí singan! Singan con sus mulatas jineteras (ellas follan solo en el
trabajo) ¡Ay, papi, qué rico! ¡Ay, papi sí, déjame un moretón en el ojo por no
darte todo el dinero que le quité al yuma! Repulsivo. Mis mujeres se follan
ellas solas. ¿Quién dijo que hace falta un hombre para sacarse una sonrisa
líquida? Son tipas duras como yo, como la muchacha que lee, follándose allí
mismo. La veo apretarse los muslos por debajo de la mesa y la imito.
De repente siento curiosidad y le hablo:
—¿Llegaste a la parte donde…? Disculpa, no quiero contarte…—me
inclino hacia atrás, apenada.
—No te preocupes, esta es la cuarta vez que lo leo. Casi me lo sé de
memoria—la muchacha sonríe y se ruboriza. No ha dejado de exprimirse la
ingle ni siquiera para hablarme y yo tampoco he dejado de hacerlo.
Hay dos mujeres follándose en medio del establecimiento pero la
gente que nos rodea por solo leer libros donde se singa, no lo sabe.
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