El bullicio de la ciudad rompe con fuerza la serenidad de la noche. Las luces intermitentes de neón y las farolas que iluminan las calles no dejan ver las estrellas. Son noches artificiales con olor a borracheras y mujeres que venden sus cuerpos. Los hombres, llenos de soledades, salen como cucarachas de sus madrigueras a deambular por las calles. Se juntan en lugares cerrados inmersos en ondulantes neblinas producidas por el humo del tabaco. No encuentran lo que buscan, aunque en realidad no saben lo que quieren. El ruido desenfrenado de unas notas musicales que se escapan del pentagrama impactan fuertemente en sus tímpanos que, a modo de resortes, ponen en marcha con movimientos asimétricos sus extremidades hasta la extenuación. Hay mucha gente, pero no dialogan. Al final... , se marchan a sus casas con el alma vacía.
Ese y no otro, es el ambiente, ¿de trabajo? en el que Bibiana vende su cuerpo en noches de luna llena, cuarto menguante, creciente…, da igual. Para ella todas las noches son iguales, aunque las lunas sean diferentes. De madrugada, con el cuerpo roto y el alma herida, vuelve a un hogar que no es el suyo.
Hace algún tiempo, abandonó la casa que, supuestamente, debió ser un dechado de pasión y convivencia amorosa. Allí vivió con Jorge, su marido, el hombre que le juró amor ante el altar.
A los dos meses de convivencia la vida en aquel hogar empezó a hacerse insoportable. Jorge, un hombre alto, delgado, con nariz aguileña y mirada penetrante, comenzó a frecuentar los bares, por lo que terminó en las garras del alcohol. Sus vicios incontrolados atenazaron sus sentimientos hasta límites insospechados.
Cuando llegaba al infierno en que había convertido su nido de amor insultaba a su esposa de forma despiadada. Ella callaba. Le habían enseñado a sufrir en silencio. Jorge la empujaba hacia la cama al tiempo que, de forma brutal, la iba despojando de sus ropas. Ella apretaba los labios y reprimía el llanto; después de todo, él era “su marido” y ella “su mujer”.
Jorge daba rienda suelta a sus más bajos instintos mientras que ella cerraba los ojos para no ver el rostro de aquel hombre enfurecido que, en otros tiempos, musitaba palabras de amor y ahora escupía calificativos inconfesables. Se sentía como una cloaca a donde él, su marido, depositaba su pestilente aliento de borracheras acumuladas y el semen de su egoísmo machista. Al final, siempre la misma frase: “Eres como todas, solo sirves para que te follen”.
Esa frase, grabada en lo más profundo de su ser, martilleaba continuamente su cerebro, de tal forma, que llegó a creer que no servía para otra cosa. ¿Y si quedaba embarazada? Tal vez la maternidad, con toda la carga humana que atesora, haría subir unos puntos su ya devaluada condición femenina y hasta podría aumentar su maltrecha autoestima.
Pero pasaba el tiempo y el supuesto milagro no se producía, lo que le hizo pensar que la causa no era otra que una deficiencia fisiológica de su aparato reproductor. Y como si de una transmisión de pensamientos se tratara, el marido la culpaba del posible fracaso de su pretendida maternidad. Sólo ella culpable, siempre culpable. Ni para eso sirves le decía continuamente.
Un día sintió que el hechizo se había roto, ¿será posible que vea mi sueño cumplido?
No lo comunicó a nadie hasta no estar segura.
Cuando Jorge llegó a la casa, mareado como siempre, se encontró con una mujer radiante de gozo. Jorge pasó indiferente por su lado como ignorándola. Entonces, Bibiana, trató de echarse en sus brazos para comunicarle la buena nueva. Pero él la apartó hacia un lado diciéndole:
_No tienes ningún mérito, eso también le ocurre a los animales.
La pobre mujer sufría en silencio su particular martirio. Su blanca palidez la delataba, pero siempre trataba de disimular diciendo: “Es que... me hace daño el embarazo”.
Tuvo una hermosa criatura. Ha sido una niña, se dijo, para sufrir cuando se haga mujer. ¿Por qué no habrá nacido niño?” Y como queriendo asirse a un hilo de esperanza se dijo: “Tal vez este acontecimiento haga cambiar a Jorge, dejaría de beber, se volvería más sensible y colmaría de besos a su niña... y a mí”.
La maternidad de Bibiana no sólo no mejoró el carácter de Jorge, sino que se iba endureciendo conforme iban pasando los días. La inocencia de aquella criatura, que haría conmover al más fiero de los animales, fue incapaz de cambiar la actitud de aquel padre que nunca mereció serlo.
Los días grises y las noches en vela iban haciendo mella en el ánimo de Bibiana, deteriorando poco a poco su estado físico, hasta el punto de sentir miedo cuando se miraba en el espejo. La niña iba creciendo en medio de la indiferencia del padre y las lágrimas de la madre. Sólo sonreía cuando Lucho, el perro del vecino, se colaba en casa por la puerta entreabierta y le lamía sus diminutos pies provocando un suave cosquilleo.
Un día, en la consulta del pediatra, éste preguntó a la señora si se sentía mal; la extrema delgadez de su cuerpo acompañada de una mirada cargada de tristeza, eran síntomas evidentes de que algo le estaba sucediendo. Bibiana comenzó a llorar con amargura, y muy brevemente, con palabras entrecortadas por el llanto le contó su particular drama. Algo turbado por lo inesperada de la situación, el médico le dijo:
_Lo siento, no sabe cuánto lo siento. Si quiere, venga mañana por aquí; le dejaré un libro que le podrá ayudar, es lo único que se me ocurre.
_Gracias _dijo ella secándose las lágrimas.
Al día siguiente se acercó a la consulta. Recibió el libro de manos del doctor, dándole nuevamente las gracias.
Y ya en casa, comenzó a leerlo con avidez y a escondidas, claro. Se trataba de la historia de una mujer maltratada que intentaba afrontar su situación con cierta valentía, convirtiéndose casi en una heroína. A medida que avanzaba en su lectura, Bibiana comparaba la vida de la protagonista con la suya.
En lo más profundo de su ser se fraguó una terrible lucha: “Me han enseñado a sufrir, pero yo tengo derecho a ser persona; debo exigir que me respete, que no me siga utilizando, es hora ya de que se acabe esta horrible pesadilla”. Se lo haría saber a su compañero-verdugo. Pero..., ¿en qué momento? Lo conocía perfectamente y temía una reacción violenta.
Bibiana daba vueltas y más vueltas en la cama, sin poder conciliar el sueño, rebuscando en su mente atormentada una salida airosa, como la mujer de aquel libro. “Me temo, decía, que los libros, al igual que las películas, tengan un final feliz muy diferente a la realidad, pero lo voy a intentar. No quiero que mi hija, el día de mañana, me reproche mi cobardía”.
Una tarde, Jorge llegó con el semblante más sereno que de costumbre. Con aspecto desenfadado, comenzó a juguetear con Lucho, que lo miraba fijamente un tanto extrañado. Bibiana, armada de valor y respirando profundamente, aprovechó tal circunstancia para plantear sus justas reivindicaciones. No hubo diálogo. La respuesta de él no se hizo esperar. La miró de arriba a abajo con desprecio; luego la cogió fuertemente por el brazo y le dio una bofetada tan fuerte que la hizo tambalear. La osadía de la mujer había cabreado al macho que, sin pensárselo dos veces, impuso la ley del más fuerte.
Bibiana se fue al cuarto de baño. Vio su rostro reflejado en el espejo. De sus labios temblorosos manaba abundante sangre, labios que, antes de su casamiento, habían recibido multitud de besos apasionados. Lloró amargamente, pero nadie enjugó sus lágrimas. Se fue a su alcoba y, como si tuviera prisa, hizo un pequeño equipaje con los enseres más indispensables, envolvió a la niña en una manta y salió a la calle. Paró al primer taxi que pasaba:
_Luis de Góngora Nº 7, en la capital _dijo al taxista.
Allí vivía su madre. Una mujer más bien bajita, con el rostro surcado de arrugas, entre las cuales se adivinaban unos bellos rasgos ahora estropeados por el paso del tiempo. Viuda y con sólo una hija, bebía el amargo cáliz de una soledad salpicada de recuerdos.
Ella y su marido se habían opuesto a las relaciones de Bibiana con Jorge. Aquel hombre no les inspiraba confianza; era como una premonición. Sabían de su adicción al alcohol en épocas pretéritas y aunque desintoxicado y reinsertado en el mundo laboral, una recaída podría dar al traste con todo el esfuerzo realizado con ayuda de la familia. Habían oído hablar de su carácter violento y prepotente y que reprimía durante el noviazgo cuando Bibiana se esforzaba en corregirlo.
Bibiana pensaba que ella sería la mujer ideal, capaz de transformar al hombre de su vida con la burda teoría del amor ciego y sin medida. Pero se equivocó. Hizo caso al corazón y se marchó de casa de sus padres a un pequeño apartamento hasta formalizar su matrimonio. Desde entonces, las relaciones familiares quedaron rotas.
Los padres sufrieron lo indecible. Ella, la única hija, cegada por el amor, los había relegado al peor de los olvidos.
Teresa, que así se llamaba la mujer, hacía gala de una gran fortaleza, ocultando sus amargas lágrimas. Su marido, doce años mayor que ella, presentía que nunca más volvería a ver a su querida hija y poco a poco, abatido por la tristeza, cayó en una profunda depresión. Teresa luchó con todos los medios a su alcance por recuperar a su hija, pero fue inútil, ni siquiera había dejado señas de su paradero.
Al cabo de unos años, el padre, ya anciano, sufrió una fuerte crisis y tuvo que ser hospitalizado. Allí le descubrieron un tumor maligno en el páncreas.
Cuando Bibiana se enteró de la enfermedad incurable de su progenitor intentó reconciliarse con los suyos, pero Jorge se interpuso y ella, como siempre, sufrió mucho, terriblemente humillada al sentirse impotente e incapaz de hacer valer sus derechos y tener que reprimir una vez más sus sentimientos. Todo esto lo iba recordando en el taxi mientras se dirigía a casa de su madre. Presentía que ella le abriría las puertas y la acogería con los brazos abiertos sin guardarle rencor, como hacen todas las madres.
Así fue. Teresa se reencontró con la que creía perdida para siempre. Juntas afrontarían sus restantes años de vida. La nieta sería el juguete con el que siempre había soñado. Le contaría muchos cuentos de hadas, de brujas, de enanitos y hasta de hombres malvados.
Bibiana tenía dificultades para encontrar trabajo, pues carecía de estudios y no tenía preparación profesional. Sin embargo, poseía un cuerpo escultural y un rostro que derrochaba belleza: tez morena, ojos grandes rasgados, nariz recta y labios sensuales, todo en perfecta armonía. Mientras se contemplaba en el espejo, recordó la frase que Jorge repetía después de cada violación... “Solo sirves para que te follen”.
Tenía que trabajar en lo que fuera, pues la pensión de viudedad que cobraba su madre, no alcanzaba para la manutención de las tres. No le fue difícil encontrar trabajo en un burdel ya que no necesitaba pedir favores; su evidente belleza fue la mejor carta de presentación.
Le comentó a su madre que ya había encontrado trabajo como recepcionista en un hotel de cinco estrellas, en horario nocturno y que hubiese preferido el turno de día, pero que lamentablemente ya estaba ocupado.
Cada noche, después de cenar, besaba con ternura a la niña y a la abuela, y salía muy bien arreglada para realizar su trabajo. Lo hacía a disgusto. Hubiese querido trabajar como dependienta en cualquier comercio de la ciudad, pero era muy difícil encontrar un trabajo digno, a menos que tuviera alguna recomendación. Sabía que tenía que afrontar sola esa situación. Se martirizaba pensando que algún día sus dos amores pudieran descubrir la verdad, por lo que hacía gala de una gran discreción. Se sentía mal, pero no encontró otra cosa. “¿Qué más da si soy una puta? ¿Acaso no lo he sido siempre?” No obstante, la mujer abrigaba la esperanza de sentirse liberada de aquella infernal y agitada vida para la que no había nacido. Ahorraría lo suficiente en un par de años y montaría su propio negocio, como había soñado, antes de que su pequeña se hiciera mujer.
Una noche, mientras esperaba al cliente número ocho, un intenso olor a “Varón Dandy” la hizo estremecer. Sí, aquel hombre de andar lento y atropellado, con el pelo ya encanecido, era Jorge. Aturdido como estaba por la bebida no la reconoció. La despojó de sus ropas de forma brutal, como siempre, sólo que esta vez... tuvo que pagar.
APOLONIO
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