Historia de la Martina de la Vega, de Pedro Navazo. III Certamen literario Feminista La Corrala

  HISTORIA DE LA MARTINA DE LA VEGA

               


                                     

       Un pueblo despoblado no es nada. Es como un rio sin agua, una campana si badajo, una casa sin puerta, ni cocina, ni paredes. Es una tristeza, un disparate. Este llanto por la España vaciada sólo nos viene a los ojos, impetuoso, a los que somos de pueblo.

Para animar un poco esta triste realidad del abandono rural, que desgraciadamente no tiene fin, con historias ejemplares de personas que eligieron voluntariamente la soledad, traigo hoy aquí la de la Martina de La Vega.

La mujer, que ha superado ya los 90, vive sola en su casa del pueblo: una aldea rodeada de callejones en pendiente que se pierden entre casas que se dan codazos las unas a las otras en busca de espacio, acurrucada en la falda de una sierra, rodeada de estepas, sabinos y sin un alma en bastantes kilómetros a la redonda. Puede considerarse la última superviviente de las Tierras Altas de Soria, la comarca más despoblada de la provincia, que soporta a un cementerio de pueblos.

El Jacinto y la Martina, los dos últimos vecinos de La Vega, después de ver cómo -en lenta procesión- se marchaba toda la gente a dar con sus huesos a los pudrideros de las residencias o (en el mejor de los casos) a las casas de sus hijos en la ciudad, sin conocer a nadie, resistieron hasta que pudieron. El año 2017 (si no me han informado mal), antes de que se echara el invierno encima, tuvieron que dejar el pueblo por achaques del hombre: el cura de Yangüas (el pueblo más próximo, aún con vida gracias al turismo rural) lo condujo al hospital de Soria, y se quedaron a vivir, los dos, en la casa de los hijos, en la ciudad.   

Tuvieron que desprenderse de las gallinas, olvidarse del huerto, vender el burro…y cerrar la puerta, con la lumbre de la cocina aún humeante.

Desapareció del paisaje la singular Martina, una mujer trabajadora, valerosa, diminuta y enlutada, subida a su burro, que cada semana recorría envuelta en su mantón las casi dos leguas, por un camino pedregoso, hasta Yangüas en busca de suministros.

No aguantó mucho el Jacinto. Se entretenía en un huerto que tenía uno de los hijos a las afueras de la ciudad. Entraba y salía de hospital. Hasta que un día su esquela mortuoria apareció en “El Heraldo de Soria”: la Martina quería que lo llevaran a enterrar al camposanto del pueblo, pero al fin descansa en el cementerio del “Espino”, al que recordaba Machado por estar allí enterrada también su niña esposa Leonor. No pasaron muchos meses del luctuoso suceso cuando, un día, al comenzar la primavera, la Martina volvió al pueblo, a La Vega. Parecía increíble, pero allí estaba. Y allí sigue, completamente sola. En su lumbre de la cocina, y con la única compañía de un gato que le llevó D. Antonio, el cura: cada vez más cargada de años y achaques. En su solitario rincón ha superado el último invierno: nadie se explica cómo ha podido sobrellevar la copiosa nevada de este invierno. Cada semana acostumbra a pasar por su puerta el Guarda Forestal por si necesita agua, alimentos o medicinas: ella, dice el guarda, parece feliz.

El viajero curioso, y senderista, que se acerque a La Vega no tiene pérdida: si ve una casa entre ruinas de la que sale humo por la chimenea, allí vive la Martina.   



                                                             Pedro Navazo


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