HISTORIA DE UNA CUCARACHA
Autor: Reynaldo Santa Cruz
“En cuanto te veo la voz se me corta,
la lengua se me traba,
un tenue fuego corre bajo mi piel...”
Safo
La mujer va a saltar desde el puente, se llama
Alicia. Más abajo, las piedras, la marea, la muerte. Su imaginación divaga, el vacío se convierte
en una enorme cama de aire sobre la que desea caer. Alicia aspira el viento húmedo de Lima, la
brisa helada del balneario, se frota las manos sudorosas y recuerda unos besos
en este malecón solitario. Entonces,
cierra fuertemente los puños y llora sin control, sentada en la baranda del
puente. Las lágrimas aumentan el
espejismo de la altura y la animan a terminar con su vida. En el instante en que se para sobre los
fierros amarillos, intentando un macabro alarde de equilibrista... ¡Alicia! Pero ella sabe que es imposible, ya antes
escuchó esa voz, así que queda inmóvil en actitud reflexiva, y ve caer los
trozos enmohecidos de pintura. ¡Alicia,
te amo! ¿Amarillos? ¿anaranjados?, en fin, un color indefinido, piensa. Muchas veces vuelve el rostro, aguardando una
mirada dulce regresando a ella, arrepentida.
¡Alicia, no lo hagas! Es curioso,
nunca se puso a pensar en lo oxidado que estaba ese puente. Nunca le importó mancharse la blusa cuando
apoyaba el brazo para acariciar el rostro de…
¡Alicia por
favor! Trapecista debiste ser, total,
nunca le temiste a la altura, se dijo.
Sí, qué hermoso hubiera sido destrozarse en una función de circo,
estrellarse sobre la espiral colorida del piso y enterarse desde la muerte, del
homenaje de los payasos y del domador y saber del carromato vacío, como
santuario de su ausencia.
Abajo, el
mar embravecido impide que Alicia construya el piso de colores y que escuche
los gritos del público. La función debe
continuar, supone, y siente un ligero fastidio al saber que nadie espectará la
hazaña de su juego con la muerte.
¡Alicia, piénsalo, no vale la pena!
Alicia sonríe con levedad, saca lentamente un cigarro del bolsillo de su
blusa y se lo ofrece a la inexistente persona, que ocupa un lugar imaginario
sobre la acera. Ante su negativa, sonríe
irónica, y enciende el tabaco con cuidado. Chupa con placer el filtro y bota el
humo en largas bocanadas. ¡Alicia, no
lo hagas, te lo suplico! Cinco años de
convivencia feliz que llegaron a su fin por culpa de la rutina, la
indiferencia... la costumbre. Siempre
supo que, en algún momento, la dejarían.
Era claro que, pese a sus esfuerzos, había dejado de ser la mujer que se
enfrentó a todo por amor. La monotonía
del trabajo y la presión de los horarios se llevaron sus sueños a un lugar
recóndito, de donde jamás volverían.
Alicia aplasta la colilla moribunda y se entretiene viendo como el aire
esparce las cenizas. Me falta un paraguas,
piensa, luego de trastabillar por culpa de una grieta no prevista en el
itinerario absurdo de esta madrugada. Un
paraguas que haga más vistosa mi caída, sonríe recordando una película musical,
eso es, Mary Poppins, murmura. Queda en
silencio un instante y luego estalla en carcajadas frenéticas,
incontenibles. El eco distribuye las
risas por todo el barranco y por un momento doblega al sonido del mar contra
los escollos. ¡Por lo que más quieras,
Alicia! Su pareja comenzó a llegar
tarde, a responder nerviosa a las preguntas y a salir de casa con cualquier pretexto. Alicia olvida el
paraguas, una vara sería mejor, eso ayuda, o una silla para sentarse sobre la
baranda, piensa, y recorrer el filo de extremo a extremo. Un día siguió a su conviviente y vio que
entraba a un edificio. Ella ingresó
también después de un momento y subió por las escaleras, para perderse luego
por un largo pasadizo. Desde allí pudo
ver que salía del ascensor. ¡Alicita,
fue un error, escúchame! Reconoció la punta del zapato blanco y el mechón sobre
la frente, así que se mantuvo a buen recaudo detrás de una columna. Alicia mira una vez más el mar y el tremendo
frío de la noche, congela sus dedos y su nariz.
Un gesto áspero refleja la intensidad de sus recuerdos.
Trata de no
reconstruir la historia, pero ya no es dueña de sus pensamientos. Estos cobran vida y exigen su
repetición. ¡Espera, yo te voy a
explicar, Alicita! Una presencia
aguardaba ansiosa en el umbral de la puerta y Alicia no quiso distinguir su
rostro. Incluso, jamás intentó averiguar
su nombre. Un nombre, un rostro, eran
algo, alguien, por eso, entrecerró los ojos lo suficiente para ver un abrazo
prolongado y un beso lascivo. ¡Mierda,
murmuró, mierda!, no le bastaba que hiciéramos el amor tres veces por semana. Una intensa garúa interrumpe sus
reflexiones. Cae sobre el puente gota
tras gota y Alicia piensa que esto agrega mayor dificultad a sus piruetas. El
metal se va haciendo más resbaloso, por lo que se detiene unos instantes, y se
percata de un objeto rojizo que viene a su encuentro, ¡una cucaracha!, murmura
con temor, mientras la imagina grande, más y más grande, hambrienta, con las
alas dispuestas a volar, como había visto en su niñez. La siente trepada sobre ella, arrastrando sus
patas peludas por sus piernas, oprimiendo su cuerpo ventrudo contra sus senos y
hurgando con las monstruosas antenas por su rostro.
¡Si quieres
te lo pido de rodillas, Alicita! La
puerta se cerró detrás de los amantes.
Alicia escapó de su escondrijo y avanzó con decisión hacia aquel
departamento: 501, el mismo número del cuartito que ocuparon cuando recién se
conocieron. La coincidencia de las
cifras desarrolló dentro de ella, un sentimiento que tenía algo de rabia, de
dolor y de profunda amargura. Alicia,
entonces decide avanzar hacia la cucaracha, imitando en su delirio a Uma Thurman
en “Kill Bill”. Piensa, se ha detenido,
me tiene miedo. Pero la cucaracha
reinicia su andar, sin resbalar en ningún momento. ¡No lo hagas Alicita, no te desgracies! Se apoyó de costado sobre la puerta, y aguzó
el oído para escuchar lo evidente:
Risas, grititos, reclamos femeninos, broncas respuestas masculinas,
sonido de sillas empujadas y la sensación inevitable del alejamiento de la
pareja. Alicia trató de ver por una
rendija de la puerta, aun sabiendo que su esfuerzo era inútil, y, después de
golpear la pared, se marchó sollozando.
No me engañas, maldita, sé que me temes, concluye para sí, cambiando de
estrategia al ver que la cucaracha camina en zigzag. Nicole Kidman en “Los otros” es más efectiva,
supone, bajando las cejas y mirando al insecto con los ojos semicerrados. Alicia cruzó las calles después de salir del
edificio, sin percatarse de los insultos de los choferes ni de los bocinazos y
frenadas. Con la visión oscilante, llegó
al fin a su casa, se sirvió del whisky que guardaba para las grandes ocasiones
y esperó pacientemente el regreso de su pareja, ¡Alicita, no serás capaz, te
amo! La cucaracha acorta distancias, un impulso obsesivo la empuja hacia ella. Mueve las antenas en círculos, mientras
Alicia aguarda la embestida en una pose grotesca. La puerta se abrió y una sombra ingresó con
los zapatos en la mano; la oscuridad total la obligó a buscar el interruptor de
la luz y al apretar el botón, encontró la mirada inquisidora de Alicia. Lo sabe
todo, pensó, y vio en los ojos de ella el advenimiento del fin. Así que frota sus alas y sacude sus patas
traseras, intentando retroceder. De un
salto, Alicia impidió que escapara, colocándose entre ella y la puerta de la
calle. Sin posibilidades de huir, emite
un sonido extraño que Alicia sabe interpretar como de terror, y bate las
antenas con violencia. Pero de nada le
sirvió; Alicia sonrió ante sus torpes intentos defensivos y extrajo el revolver
de su cartera, mientras Mónica se dio por vencida y la observó con la misma
mirada dulce del día en que se conocieron. Alicia sin embargo no quiere verla,
le da asco su condición de monstruo: Su infidelidad, sus alas, su mentira, sus
antenas, su traición, sus patas... ¡Alicita, mi amor, no dispares, Alicita,
Alicita...!
Ella murió
instantáneamente. Su cuerpo yacía boca
abajo incapaz de algún movimiento, y su cabeza se mostraba torcida en una
postura ajena a su naturaleza, Alicia entonces, salta.
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