“Entrevista de trabajo”, de Philippa Martens. III Certamen literario feminista La Corrala

 

Querida no es un participio, conclusivo, de final de acción, de recepción. Es la diana de un ataque frontal y a destiempo en la impostura de la educación y las buenas costumbres. La sustitución del apelativo formal, de mi nombre, de mi rango, aquel obtenido con empeño y cierto encono a las tradiciones, manando como sangre salada de un costado abierto hasta confluir en la certificación que me acredita, que me nombra y constituye, que me permite ser lo que ya era antes de que se me concediese, solo anticipa futuras desafectaciones.

   —Querida, siéntate. Comencemos.

El imperativo no es una invitación torpe y despistada, empuñada por una voluntad desbocada que no presta atención a la concreción verbal de pensamientos y conceptos. No es una formalidad vacía y con cierta ternura, la que se emplea con los abuelos y con los niños, como el pronombre de confianza. La voluntad arrastra la línea de causalidad que, de otro modo, podría ser libre creación.

   —Parece que hemos estudiado un poco.

El adverbio de cantidad desmerece la interlocución; el humor prefabricado exacerba el desmerecimiento. Años de esfuerzo y exilio, de trasposición de ciclos vitales, de ocultación de metas íntimas persiguiendo la superación de aquello que se prohibió, no de modo abierto y obsecuente, sino aplicando la fórmula de la venda y la daga. El plural inclusivo que excluye sin mayores consecuencias, que se incluye como compartiendo un premio desmerecido, desdeñando un sacrificio que, por invisible y mudo, se desvanece en los más profundo de una memoria individual, solitaria y huraña, incognoscible para terceros.

   —Idiomas, ofimática, hasta un curso de ilustración. Somos inquietas, ¿verdad?

Confirmación de una suposición incorrecta, perezosa, ampulosa, infeliz. Contrarrestar una verdad con la falacia del que tiene poder para imponerla es moneda de cambio.

 

Y la mirada al muslo, escondido bajo siete velos y un candado. Y la mirada a un escote inexistente que dejó de desarrollarse bajo el juicio de los ojos. Y la mirada esquiva al CV, que asoma por un costado de la hoja de solicitud, solitario y orgulloso, pleno y abandonado bajo el peso de la negligencia.

Antes del fin, la pregunta:

   —¿Sueldo?

La respuesta se esgrime con una radical ponderación de muslo y escote y una argumentación igualitaria de números que se equilibran en una arcadia feliz y ficticia de equiparación salarial. Acepto mordiendo el labio inferior, entendiendo lo incomprensible. Firmo el formulario, me dirijo a Recursos Humanos, donde se me entrega uniforme e instrumental, una copia del contrato que firmo con solvencia y cierto temblor del pulso. Busco la letra pequeña y descubro que la tipografía es monolítica, no hay trampa ni cartón, todo es confiado a la transparencia, a la audacia de la perpetración que no se esconde. Se me indica un manual con la regulación laboral que no incluye más que mis deberes y prohibidas negligencias. Se me indica una fecha, día y hora, lugar, asunto.

 

Amanece más temprano de lo habitual. Me visto con lo asignado, como corresponde. Acudo a la cita acordada, con contrato e instrumental, el nombre en la solapa escrito con rotulador, la precariedad de lo temporal.

 Las horas pasan de cuatro en cuatro contando cada segundo y se pagan a dos por el precio de una. Imperativos y miradas bajo las prendas se entremezclan con el sudor y la desidia. Alguien se dirige a mí con un neologismo compuesto porque no quiero que me llamen señorita, entre mis cincuenta años y dos postgrados internacionales. Alguien me dedica un apelativo cariñoso mientras pregunta qué hay de cena. Soy madre, contra todo pronóstico. Y vuelvo a casa y me duelen los pies por el peso de los kilos que habito y que arrastro, sin tacones, sin rebozos, solo el atuendo de campaña, simple y sin adorno, de la que se prepara para la guerra diaria.


 Uno tras otro, se acercan con la misma pregunta: “¿Y cuándo será, doctora?” Me sorprende el título, acostumbrada a la omisión, a la sustitución, al eufemismo venenoso, y trato de combatir la angustia y el ceño perlado: “No podemos anticiparnos, lo importante es ir paso a paso, viendo el avance.” Sé que la prognosis es delicada, pero lo escondo. La ocultación se multiplica por el número de pacientes que atender, de estudiantes que orientar, de reportes que clasificar, de objetivos y sueños que ir archivando en su correspondiente olvido. El diagnóstico se disfraza a la espera de una cura.

Una pregunta me saca de la ensoñación que provoca el insomnio cotidiano:

—¿Por qué regresó, doctora Stropovski?_

Y miro las jacarandas recortadas contra el cielo filtrado de bruma, y la brisa animada por el aroma de mi infancia, y susurro: “Por amor”.

 

 

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