Querida no es un participio, conclusivo, de final de acción, de recepción. Es la diana de un ataque frontal y a destiempo en la impostura de la educación y las buenas costumbres. La sustitución del apelativo formal, de mi nombre, de mi rango, aquel obtenido con empeño y cierto encono a las tradiciones, manando como sangre salada de un costado abierto hasta confluir en la certificación que me acredita, que me nombra y constituye, que me permite ser lo que ya era antes de que se me concediese, solo anticipa futuras desafectaciones.
—Querida,
siéntate. Comencemos.
El
imperativo no es una invitación torpe y despistada, empuñada por una voluntad
desbocada que no presta atención a la concreción verbal de pensamientos y
conceptos. No es una formalidad vacía y con cierta ternura, la que se emplea
con los abuelos y con los niños, como el pronombre de confianza. La voluntad
arrastra la línea de causalidad que, de otro modo, podría ser libre creación.
—Parece que hemos
estudiado un poco.
El
adverbio de cantidad desmerece la interlocución; el humor prefabricado exacerba
el desmerecimiento. Años de esfuerzo y exilio, de trasposición de ciclos
vitales, de ocultación de metas íntimas persiguiendo la superación de aquello
que se prohibió, no de modo abierto y obsecuente, sino aplicando la fórmula de
la venda y la daga. El plural inclusivo que excluye sin mayores consecuencias,
que se incluye como compartiendo un premio desmerecido, desdeñando un
sacrificio que, por invisible y mudo, se desvanece en los más profundo de una
memoria individual, solitaria y huraña, incognoscible para terceros.
—Idiomas,
ofimática, hasta un curso de ilustración. Somos inquietas, ¿verdad?
Confirmación
de una suposición incorrecta, perezosa, ampulosa, infeliz. Contrarrestar una
verdad con la falacia del que tiene poder para imponerla es moneda de cambio.
Y la
mirada al muslo, escondido bajo siete velos y un candado. Y la mirada a un
escote inexistente que dejó de desarrollarse bajo el juicio de los ojos. Y la
mirada esquiva al CV, que asoma por un costado de la hoja de solicitud,
solitario y orgulloso, pleno y abandonado bajo el peso de la negligencia.
Antes
del fin, la pregunta:
—¿Sueldo?
La
respuesta se esgrime con una radical ponderación de muslo y escote y una
argumentación igualitaria de números que se equilibran en una arcadia feliz y
ficticia de equiparación salarial. Acepto mordiendo el labio inferior,
entendiendo lo incomprensible. Firmo el formulario, me dirijo a Recursos Humanos,
donde se me entrega uniforme e instrumental, una copia del contrato que firmo
con solvencia y cierto temblor del pulso. Busco la letra pequeña y descubro que
la tipografía es monolítica, no hay trampa ni cartón, todo es confiado a la
transparencia, a la audacia de la perpetración que no se esconde. Se me indica
un manual con la regulación laboral que no incluye más que mis deberes y
prohibidas negligencias. Se me indica una fecha, día y hora, lugar, asunto.
Amanece
más temprano de lo habitual. Me visto con lo asignado, como corresponde. Acudo
a la cita acordada, con contrato e instrumental, el nombre en la solapa escrito
con rotulador, la precariedad de lo temporal.
Una pregunta me saca de la ensoñación que provoca el
insomnio cotidiano:
—¿Por qué regresó, doctora Stropovski?_
Y miro las jacarandas recortadas contra el cielo filtrado
de bruma, y la brisa animada por el aroma de mi infancia, y susurro: “Por amor”.
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