SIN ESPERANZA, de Rosa Poveda III Certamen literario feminista La Corrala.


Por nada del mundo volvería a pronunciar esa palabra. De hecho, será en este correo electrónico la única vez que haya salido de mis pensamientos.



Foto adjuntada por la autora

 Cuentan que venimos al mundo a vivir; pero hay veces que no es así. Sí. Tú, maltratador. Este correo te lo envío a ti, para que conozcas todo el odio que siento por ti, pero, a decir verdad, no eres el único destinatario, pues la finalidad de este correo electrónico es mostrarle al mundo, concretamente a las mujeres de este siglo XXI que los Luis Fernández abundan y que están o evolucionan donde menos te lo puedes esperar.

 Os pongo en situación y comienzo presentándoos a los protagonistas de esta historia. Ella era una mujer sonriente que pasaba horas en el bar, pero no consumiendo, sino elaborando las comidas, el menú del día y los aperitivos que a los clientes servía, pues era la cocinera. Entre esos clientes diarios, estaba Luis.

  Él era un hombre solitario que desprendía cierta melancolía, quizás a raíz de que sus padres murieran (en edad joven) en un fatídico accidente de coche del que no tenían la más absoluta culpa (pues nadie puede controlar la cantidad de alcohol que ingiere el conductor del coche que lleva inmediatamente detrás en una autopista). Accidente en el que sobrevivieron tanto él, como su hermano pequeño, tras varias semanas de ingreso hospitalario, tras varias operaciones traumáticas y después de varios años de terapia. Ambos se quedaron huérfanos siendo tan solo unos críos de 8 y 13 años. Pienso (y eso es opinión personal) que Luis, que era el mayor, nunca llegó a superar esa tragedia que inundó su vida desde bien pequeño. Si bien es cierto que ambos hermanos crecieron en el hogar de su soltera tía paterna. Ella los cuidó, los alimentó y les ofreció todo el cariño que pudo. Sin embargo, Luis que tenía un carácter complicado, tenía cierta tirantez con su tía, molesto con su tía, pensaba que “estaba harto de recibir órdenes de una mujer que ni siquiera era su madre”, aunque, en verdad, y tal y como os cuento, actuaba como si realmente ella fuera la que pasara el trabajo del parto. Luis creció y tras varios años de trabajar y ahorrar como un adulto dijo adiós a su tía para no volver a verla jamás. Se alquiló un pequeño zulo de 22 m2 por el módico e irónico precio de 475€, gastos aparte. Ese diminuto estudio le dio la independencia que buscaba: entrar y salir de casa sin dar explicaciones, no atender a molestos horarios a los que se había acostumbrado con su tía… 

Sin embargo, Luis se independizó solo. Olvidándose de todo lo que había luchado y sacrificado su tía por él, pero también olvidándose de su hermano pequeño, del que tampoco quería saber más nada. 

¡Creo que no os dije a qué se dedica Luis! Luis es agente inmobiliario en una empresa que lo explota laboralmente hablando (es decir, muchas horas, poco salario) Y es que como dice Shakira en su (de momento) último éxito “…yo llego caminando y él en Mercedes-Benz. Me tiene de recluta. El muy hijo de puta…” Y era literal. Luis intentaba ahorrar para comprarse un coche de segunda mano, y mientras tanto pues iba caminando a trabajar, así ahorraba en transporte. El problema es que su carácter continuó siendo rudo. Quizás por ser infeliz, quizás por aislarse de las personas que realmente lo querían (su tía, su hermano), quizás por sentirse infravalorado por su jefe en el trabajo, quizás por darse una oportunidad…

 Asique Luis, al finalizar su jornada laboral, comenzó a ir al Café Recuerdos, a veces a tomarse un refresco, otras veces a tomarse una copa. Empezó como rutina, hasta que se dio cuenta que lo que realmente le alegaba el día era ver aquella sonrisa de gruesos labios tras la barra. 

 Los días iban pasando y la confianza poco a poco fue instaurándose entre ambos, hasta que llegó el día en que Luis consiguió hablar con ella. Incluso pasadas unas semanas hicieron planes juntos como ir el cine, otros días simplemente se quedaban en casa de ella, hablando y compartiendo confidencias. Hasta que ella se dio cuenta de que estaba enamorándose de Luis, así que fue ella la que dio el paso y lo besó. Luis agradeció el gesto, pues él no podía asumir un rechazo de ella en caso de que fuera capaz de lanzarse. Se hicieron novios, y los dos se quisieron con locura. Por eso, decidieron dejar sendos alquileres y alquilarse un pisito juntos. Tras varios años en los que el amor triunfaba, finalmente prometieron su amor, casándose en la Iglesia del barrio de ella. Y claro, Luis pasó de ser un hombre con un atisbo de tristeza a mudar, como si de una serpiente se tratase, de carácter. Ahora era un hombre pegado a una sonrisa. O algo así que dijo Quevedo (el poeta del siglo XVII, no el amigo de Bizarrap) de su archienemigo Luis de Góngora. La diferencia es que nuestro Luis tenía una gran sonrisa, mientras que el escritor tenía una gran nariz. Bueno, que me desvío de la historia y puff este mail se va a hacer largo. Ambos trabajaron duro y ahorraron para poder comprar un coche y para hipotecarse con un piso pequeño sin amueblar. Piso del que el matrimonio logró hacer un cálido y acogedor hogar. Irradiaban felicidad, Luis parecía otro hombre: era feliz. Incluso se habían planteado crear una familia. 

 Todo típicamente bonito, ¿verdad? Pues no todo es lo que parecía, pues lo “típicamente bonito” finaliza para traer consigo las desgracias, pues en plena crisis económica del 2007, Luis perdió el trabajo en la inmobiliaria en la que llevaba media vida trabajando. Y con el trabajo Luis también perdió la sonrisa y la chispa de la felicidad, volviendo a tener trozos de aquel hombre amargado que había sido. Intentaba buscar trabajo, pero tras pasar meses sin conseguir el objetivo, se fue desmotivando, pues decía que “ahora ninguna empresa lo iba a contratar y que ir imprimiendo currículums era perder el dinero, que podía enviarlos desde el salón de casa mediante un simple clic a través de internet”. Desmoralizado pasaron los días, incluso los meses y Luis incluso llegó a sentirse mantenido por su mujer. De hecho y al decir verdad, era gracias al dinero que ella obtenía cuidando de la señora discapacitada que vivía varios pisos por encima del suyo, a lo que le debían estar agradecidos, pues era el dinero que entraba regularmente en la casa. ¡Que cabecita la mía! Se me olvidara contaros que a ella  también la habían despedido del Café Recuerdos en el que tantos años había estado trabajando como cocinera y que resultaba ser el mismo bar en el que se habían conocido.

 Y llegados a este punto, yo me preguntaba: ¿tú que hacías? Roñar. Porque como solías decir, eras tú el que habitualmente llevaba más dinero a casa ¿y ahora qué? Pues ahora era ella la que intentaba que tú salieras de aquel hueco negro en el que volvías a estar; mientras ella era la que planchaba, la que cocinaba, la que limpiaba … y mientras tu espatarrado en el sofá desde después de desayunar hasta entrada la noche; insinuándole que tu “no sabías ayudarla, porque claro, primero tu tía y después ella eran las que os encargabais de esas tareas, por lo que .., deducía que eran cosas de mujeres. Que siempre lo habían sido”. Pasaban los meses y la vejación continuaba. 

Ella no reconocía al hombre que dormía a su lado derecho de la cama. Estaba apático, no tenía interés en nada. Bueno en algo sí, porque empezó a encontrar “calma” en la bebida. Al principio empezó con un vasito de vino en la comida, o una cervecita por la tarde mientras veía un programa de cotilleo diario (cuya sintonía tenía motivos náuticos, digo tenía porque el programa ya se ha cancelado), y acabó convirtiéndose en unas copas diarias de Brugal con Coca Cola mientras leía el periódico.

 Un día, buscando la sección deportiva, se encontró con una esquela que lo paralizó por completo: la de su hermano Luis. Ese día salió de casa (recordad que hacía meses que no salía de la misma) y trasingerir varios tipos de alcohol, venía con ganas de fiesta. Entre los balbuceos 6 que profesaba su marido, ella consiguió entenderle que su “pequeño” había muerto y que nadie lo había avisado. Que no lo volvería a ver nunca más, que no quería verlo encerrado en una tumba. Triste, se fue acurrucando hacia ella, pidiéndole algún que otro beso. Beso que ella no quería pero que sabía no podía rechazarle, pues llevaban meses sin tocarse y esa era la primera toma de contacto. El problema fue cuando Luis refunfuñó que quería más, que unos simples besos en el cuello no le eran suficiente. Ella se resistió, así que él le pegó un bofetón. Recuerdo ese día como el día en que le propinaste el peor golpe. No por ser lo más fuerte, sino por ser el primero de otros muchos que vendrían. 

Había llegado el ocaso.

 Tras ese episodio culmen, con el correspondiente y mentiroso perdón, ella, en shock se preguntaba que podía hacer. Rechazaba la idea de contárselo a sus amigas, pues el matrimonio estaba pasando una mala etapa (este fue el mantra que ella repitió durante años) y además solo había pasado una vez. ¿Cómo va a contárselo a alguien? No podía. No podía dejar que sus amistades malpensaran de su Luis. A decir verdad, hacía meses que no era asidua de quedar los viernes para disfrutar de una sesión de jazz y así él consiguió que ella pusiera excusa tras excusa para acudir a esas quedadas de amigas semanales. Ella sabía que Luis volvería ser el mismo hombre que conoció tiempo atrás, solo necesitaba volver a trabajar, volver a sentirse útil, volver a quererla.... Mientras, por las noches, entre llanto y llanto, por ser incapaz de dormir (el Alprazolam no hacía su efecto), comenzó a contarme toda su historia. Y yo, que no podía dar crédito a lo que me contaba, procuraba (a la vez que fracasaba) en los múltiples intentos que me escuchara; sin embargo, ella ni siquiera me oía. Y así, mientras yo crecía con la ira que me provocaba la situación, ella afirmaba que él nunca me haría algo malo. Nunca. Que conmigo sería diferente. Solías decir que tenía que ser diferente, porque yo era sangre de su propia sangre y eso cambiaba el cuento. 

Aún recuerdo aquel sábado, serían las 3 am aproximadamente. Tú te habías acostumbrado a salir a tomar un vinito, que se alargaba hasta las tanta. Esa noche, como otras tantas, ella intentaba dormir y tú entraste por la puerta y la calma se evaporó. Ella se asustó con el portazo, y, en consecuencia, yo también. Fuera de sí y borracho como venías, te aprovechaste de su inferior fuerza física y la penetraste, aun ella resistiéndose entre sollozos y gritos. Tenía la esperanza de que algún vecino escuchara el escándalo y llamara a la policía, pero nadie movió un mísero dedo. Mientras yo le chillé que me escuchara, que nos fuéramos de allí juntas para siempre, que tras esas cuatro paredes existía un mundo. Un mundo mejor. Pero ella tenía miedo y vivía con la esperanza del regreso del Luis que habías sido. Ella vivía ese pasado tuyo. El problema es que estábamos en el presente y lo que realmente importaba era el futuro. No sé si ese pensamiento lo hice en alto, lo que, si se es que, en ese momento, algo en ella despertó (¡quizás me escuchó por fin!) haciendo que ese algo le ganara la partida al miedo. 

 Decidió que “hasta aquí”. Así que se levantó cómo pudo, pues la barriga era ya abultada. Mientas tu fuiste directo hasta la estantería a por aquel gallego jarrón obsequio de bodas de Sargadelos y cuando la viste allí, ensangrentada y con el camisón roto, intentando abrir la puerta de la calle para escaparse, así sin nada, sin calzarse, sin recoger sus pertenencias… toda mi esperanza se derrumbó. Ya era demasiado tarde, pues él se abalanzó sobre ella para romperle aquel pesado jarrón en su cabeza, queriendo frenarla. Sin embargo, el desequilibrio del golpe provocó en ella una caída hacia el suelo, parando antes su cuello en el esquinado mueble del recibidor, desplomándose esta vez sí hacia el suelo como un saco pesado y sin vida. 

 Me asusté mucho, no sabía que podía hacer, así que lo que hice fue intentar agarrarme tan fuerte como pude a las paredes de su útero, pero fue en vano, ya que rápidamente empezó a desangrarse. 

La mataste. A ella y a mí en consecuencia. De lo único que ella fue culpable fue de ilusionarse con que gracias mi nacimiento, tú cambiarías y volverías a ser aquel Luis Fernández del que tan locamente se enamoró. Quizás, por eso, me iba a llamar así: Esperanza. 


Foto adjuntada por la autora

(Y ahora sí, le puedo dar a tecla de enviar para visibilizar este correo electrónico).

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